Ha muerto Gabriel Valdés. Falangista de la segunda hornada, demócrata cristiano hasta los huesos, comprometido con la libertad y el respeto por la persona. Amante del arte, la música, la poesía, admirador de artesanos y orfebres, vivió armónicamente su compromiso político con su pasión por las manifestaciones de la cultura.
Dirigió el diario La Libertad, escribió libros y, convocado por el líder Frei Montalva, asumió la conducción de las relaciones internacionales de Chile en su gobierno.
En esa calidad instó a los países de América a la integración – demostrando una visión de futuro que luego encarnó en Europa mientras los torpes nacionalismos campean por nuestras tierras -con el Pacto Andino primero y CECLA, después.
En este segundo ámbito, fue el vocero de América Latina para expresar su consenso económico ante Nixon, Presidente de Estados Unidos. Y se lo dijo todo, con singular claridad y valentía.
Terminado ese gobierno, se fue a Naciones Unidas, donde se desempeñó de modo brillante, con reconocimiento mundial.
Conmovido por la realidad chilena y convencido de la necesidad de terminar con la dictadura, al morir Frei decidió regresar. Era necesario que apareciera una figura para consensuar voluntades, reorganizar la democracia cristiana y articular mecanismos para unir a las fuerzas que se oponían al gobierno con que la derecha y los militares sometían al país.
Asumió su liderazgo con decisión y energía, poniendo sentido, inteligencia, aguda percepción y voluntad a la tarea autoimpuesta: terminar con la dictadura. Dirigió la Democracia Cristiana por varios años, reorganizó el Partido y dio impulso a los esfuerzos de movilización social.
Por sus luchas, según se dice, mereció la Presidencia de la República.
No es así. Muchos lucharon tanto como él: Eugenio Velasco, Alejandro Hales, Jaime y Fernando Castillo Velasco, Luis Maira, Andrés Zaldívar, por mencionar a algunos.
Los luchadores más decididos y persistentes no son siempre los que ocupan las más altas posiciones. En 1988 y 1989 la mayoría de los democratacristianos y sus aliados creyó que era mejor un hombre “moderado” que aquellos que habían estado en las trincheras con más ahínco.
La Presidencia no se merece: se gana el favor de las mayorías o no, punto, pero, aunque a Valdés le hubiera gustado, no estaba tras logros personales, sino al servicio de la causa de Chile, igual que los otros nombrados e incluso el que fue designado candidato. Lo importante era avanzar y derrotar a Pinochet.
Gran articulador de consensos antes de la elección de 1989, demostró sus dotes como Presidente del Senado al ser capaz de conducir hacia consensos a los más férreos partidarios de la dictadura (Guzmán, por ejemplo) con el mundo democrático.
Me tocó conocerlo personalmente desde que yo era un niño, pero aunque lo admiraba como director de diario (yo quería ser periodista, entonces), pude saber de sus grandes condiciones humanas cuando me llamó a prestarle mi colaboración en su primera presidencia de la DC.
Culto, fino, sensible, enérgico, exigente consigo mismo y con los demás, comprometido con sus puntos de vista, consciente de ser parte de la historia de Chile por ancestros, católico sincero, no era de los que trepidan ante el peligro, ni de aquellos a quienes el miedo puede vencer.
Abierto a los puntos de vista ajenos, dispuesto a reconocer errores si se los demostraban, fue un luchador incansable. Hasta que, hace poco, según le confidenció a un amigo, se cansó.
Basta ya, dijo, he dado todo, he cumplido mis tareas, he amado y construido, he ganado y he perdido en política, he sido leal.
Con esa conciencia, decidió que era preciso partir, para enfrentar las nuevas tareas que su alma asumirá y que, Dios quiera, pueda regresar a nosotros para construir esa soñada nueva sociedad en la que todos los democratacristianos creemos de verdad y que está cada vez más cerca.
Se junta con Bernardo Leighton, Tomás Reyes, Eduardo Frei, Radomiro Tomic, Jaime Castillo Velasco y otros grandes de la democracia chilena, a quienes tanto debemos.
Gabriel Valdés ha muerto, pero no será olvidado.
Gracias por todo, don Gabriel.
Y gracias a Dios, él sabe por qué.