Ha pasado el Paro Nacional convocado por la CUT.
Está claro, a la luz de los acontecimientos y de la enorme cantidad de demandas que se entremezclan, que los motivos para protestar son muchos y diversos.
Resulta evidente que la población muestra un ánimo irritado frente al cúmulo de situaciones que dejan de manifiesto la injusticia, la arbitrariedad, la precariedad y las trampas que el sistema vigente impone a la mayoría de los habitantes de Chile.
Pocos se atreven a dudar que estos problemas, hoy graves y agudos, se arrastran por muchos años, la mayor parte desde la época en que en Chile gobernó Pinochet y la misma derecha que ha regresado a La Moneda.
Eso quiere decir que la coalición que gobernó por 20 años no pudo o no quiso solucionar estos problemas, por lo que resulta un chiste de mal gusto escuchar declaraciones de sus dirigentes respecto de la responsabilidad de la actual situación, como si ellos no tuvieran nada que ver.
Es evidente que lo que se pide va más allá de la situación de problemas puntuales, aunque ellos también están incluidos en las demandas. La crisis era posible anticiparla hace ya décadas, cuando la derecha y Pinochet diseñaron un camino que fue aceptado por una parte de la entonces oposición: los plebiscitos de 1988 y 1989 que validaron el sistema institucional político y económico, estableciendo un compromiso que auto constituyó a los políticos primero en cúpulas y luego en clase.
Esto consolidó la marginación de amplios sectores de la ciudadanía, generando una crisis de representatividad aguda, que tiene a millones alzados contra un sistema sin tener espacios para propuestas nuevas.
Y los dirigentes de siempre, con líderes estudiantiles nuevos pero no renovados, siguen actuando con fórmulas gastadas y agotadas para protestar, desde las cacerolas surgidas en 1971 y reactualizadas en 1983, hasta las agotadoras marchas seguidas de barricadas, cadenazos y la ya consabida represión de la policía.
A veces con muertos, como en este último caso, pero que poco le importan a las cúpulas y las clases nuevas. Ibáñez, en 1932, cayó cuando en las protestas hubo un muerto. El pueblo salió a protestar y él renunció a la Presidencia de la República y se fue del país. Hoy los muertos son una simple anécdota.
Se hace indispensable buscar nuevas formas que, junto con expresar el malestar, sirvan de canal para la propuesta popular.
Escuchar al pueblo, no sólo vociferando – lo que es bueno – sino sobre todo proponiendo y estableciendo compromisos, puede ser fundamental si lo que queremos es establecer una democracia.
En esto hay que actuar en forma veloz y pausada. Veloz para convocar al pueblo, pero pausada en la discusión y en los tiempos para escuchar y reflexionar.
Los paros están agotados, las protestas de la misma forma cansan, las mayorías quieren otra cosa, aunque no saben exactamente qué. La labor de los dirigentes debe ser conducir y no sólo administrar las cuotas de poder de las que cada uno se ha apropiado. Y si no pueden conducir, deben apartarse de los espacios que ya llevan demasiado tiempo ocupando.
La tarea de hoy es la organización de los ciudadanos y la canalización de la protesta popular, no en torno a los intereses de los líderes, sino que conducida por dirigentes que expresen los intereses de las mayorías.
La ciudadanía quiere paz. Pero no la paz del sometimiento o de la mera aceptación, sino una paz activa que permita dar solución a los problemas. Se abre una tercera vía, tal como hace 70 años lo soñaron algunos jóvenes anticipando los nuevos tiempos que se habrían de vivir.
La revolución prometida por la historia, el camino de la esperanza, es posible. Y debemos actuar antes de que sea demasiado tarde.