Es evidente que existe una diversidad de opinión y de actitud política, entre algunos dirigentes de la Concertación que encabezaron la transición y otros que buscan situarse en la nueva realidad y hacer política, construir liderazgos y sintonías con una nueva ciudadanía, más autónoma, más exigente y que coloca aspiraciones de cambio que hasta ayer aparecían como inviables.
Los primeros han intentado durante este año del gobierno de la derecha, restablecer -ahora desde la oposición- la política de los acuerdos que se desplegó básicamente en el difícil inicio de la transición y que tan significativamente influyó en su propio carácter.
El raciocinio es simple: los países avanzan solo con grandes acuerdos que son los que dan estabilidad política y económica y en ese contexto hay que hacer pesar las razones de un mayor rol del estado, de mejores políticas públicas y de equidad que aseguren oportunidades.
Si a Chile -agregan- le fue bien con esta política en los años de los gobiernos de la Concertación, le irá bien también ahora, aun con un gobierno de derecha, máxime cuando hay poco espacio para políticas neoliberales extremas.
Una Concertación, en este diseño, que debe impedir que la derecha lleve a cabo políticas liberales que debiliten los avances de equidad obtenidos durante los gobiernos del bloque democrático y que se proponga continuar corrigiendo las debilidades del modelo, las falencias del sistema político y construyendo más integración social.
No quiero estigmatizar esta visión, pero en síntesis, se coloca desde una política de Estado, frente a una derecha que no sabe gobernar, y asume una tarea de acompañamiento del gobierno en lo que estime positivo para el país.
En esta visión, de extrema racionalidad política y muy coherente con el tipo de transición que Chile llevó a cabo, no entra un rol activo de la sociedad civil y las movilizaciones ciudadanas son vistas como una dificultad que hay que escuchar pero, a la vez, normalizar prontamente a través de alguna instancia de diálogo.
Cambio de escenario
Tengo la sensación que este grupo de dirigentes interpreta como algo temporal, o muy relativo, el cambio de escenario que se ha producido en Chile como en otros países del mundo, el nuevo rol que asume una ciudadanía dotada de capacidad de comunicar, de construir su propia agenda y de auto convocarse -hija de la nueva tecnología de la información que rompe con el monopolio de los medios y la mediación de los partidos- y el rechazo extendido al modelo económico de mercado de matriz neoliberal y a las formas anquilosadas de la política tradicional.
Es este nuevo cuadro de crisis de aquello que fue referencia en lo económico y en lo político y la exigencia de un rol protagónico de las personas, lo que hace imposible revivir la política de los acuerdos entendida como el entendimiento de grupos de poder que tenían legitimidad para pactar en nombre de la sociedad sea por el peso político que representaban, por las amenazas de involución autoritaria que se cernía sobre el país o por simple omisión de una ciudadanía que fue transformada en espectadores por esta política.
El temor real a una involución autoritaria sustentó la política de los acuerdos. Ni este ni ninguno de estos factores hoy existe.
Por ello, cuando el riesgo de un retorno de la fuerza al poder ha desaparecido y, por tanto, hay más libertad para pensar y opinar y los medios para hacerlo directamente, se debilita el rol de los mediadores validados por la sociedad civil y las personas buscan asumir un rol más directo, más protagónico.
Hay desconfianza y los ciudadanos se muestran renuentes a aceptar acuerdos por sobre sus cabezas que hipotequen su futuro y exigen otros niveles de participación y de transparencia que no fueron propios del período de la transición.
Pero además, hay un cambio de objetivos. La ciudadanía no busca pequeñas reformas que mejoren u oxigenen un sistema político.
Lo que pretende es cambiarlo y un cambio de estas proporciones, que sin embargo hoy aparece a los ojos de la mayoría como necesario y posible, requiere de una explosión social de la magnitud que por semanas se vive en Chile.
En el caso chileno, es la explosión de las capas medias con nuevas aspiraciones y que descubren el lado negro del mercado, el endeudamiento, la letra chica, los abusos del sistema crediticio, la imposibilidad a este ritmo de dar a sus hijos una educación de buena calidad.
Política de diálogo
Hoy más que una política de acuerdos entre gobierno y oposición, lo que se requiere es una política de diálogo y acuerdo con la ciudadanía.
Allí radica el poder de legitimidad social que los partidos, la política tradicional y las instituciones representativas, a los ojos de la sociedad, carecen. Ya no basta, por tanto, la invocación a una política de los acuerdos de la cual la actual generación que está en la calle no tiene memoria.
El país cambió y esta generación es hija de este cambio y le exige a un país distinto al de los 90 que asuma grandes tareas transformadoras.
Pide que el crecimiento económico se revierta en una política de distribución de ingresos más equitativa; que se proteja el medio ambiente; que el sistema político se genere con una ley electoral que respete la soberanía popular y que nos rijamos por una Constitución sin rémoras autoritarias; que vivamos en una sociedad tolerante que entregue derechos a la diversidad, a las minorías, que releve el tema de género y los derechos de los pueblos indígenas.
En todo ello Chile tiene un enorme retraso y hay una responsabilidad de los grupos dirigentes en que esto no se haya resuelto.
Resguardos neoautoritarios
Es legítimo que los dirigentes de la transición estén y estemos orgullosos de la gran obra democratizadora y de equidad de los gobiernos de la Concertación.
Es un dato de la causa que la derecha ha sido, con pocas excepciones, un dique de contención a los cambios y que ha buscado preservar el modelo neoliberal y un tipo de democracia con resguardos neo autoritarios.
Pero es evidente que hay una multiplicidad de temas que los gobiernos de la Concertación no resolvieron, no priorizaron. Que buscaron, en muchos ámbitos, y con una correlación de fuerzas parlamentarias que nunca alcanzó los quórum requeridos para cambios estructurales, mejorar y hasta humanizar el modelo pero no cambiarlo.
Sobre todo, que privilegiaron una estrategia donde la sociedad civil no tuvo protagonismo.
Frente a ello lo que corresponde es una actitud de humildad, de autocrítica y no la arrogancia de quienes aún creen que pueden, desde el alto, “ordenar el cuadro”, que pueden tratar con paternalismo a esta generación de estudiantes, que despliegan las mayores movilizaciones que se conozcan en la historia de nuestro país, y catalogar sus luchas como “infantilismo revolucionario”.
Una cosa es clara. Hay políticos, no importa la edad, que están en sintonía análoga y que les cuesta comprender y comunicar en la nueva realidad digital: no hay que perder de vista que lo análogo tiene período de vencimiento.
Para superar la crisis se requiere otra actitud. El diálogo y los acuerdos serán siempre necesarios, pero la agenda y los interlocutores cambian y ya no están reducidos en las esferas del poder sino más disgregados y autónomos.
Así es la sociedad: compleja -líquida, diría Baudman- y global.
O la política se liga a estos fenómenos, los interpreta y acoge, o se recluye en el pasado.
Ese es un poco el dilema de hoy.
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