Lo que no pueden hacer los líderes políticos es endosarles su aporte obligatorio al bien común del país a los demás.
Los actores sociales están haciendo su trabajo, bastante bien a decir verdad.
Los ciudadanos están alerta y participan activamente en la manifestación de sus principales preocupaciones. También ellos están haciendo todo lo que pueden.
Pero no se entendería el momento actual sin saber que todo ello no basta para alcanzar soluciones nacionales.
El déficit no es ciudadano ni social, es político.
Lo único que falta es que los responsables políticos se dediquen a esperar que los demás encuentren todas las respuestas, limitándose a aplaudir todo lo que viene de las movilizaciones, como si con eso estuvieran haciendo la contribución que les es más propia.
Sería una auténtica insensatez que los dirigentes políticos llegaran a la conclusión de que su desprestigio los exime de sus responsabilidades.
Es como si dijeran “no nos quieren, no tenemos prestigio, por lo tanto no estamos legitimados para plantear nada por nosotros mismos”.
Esta filosofía de la inutilidad actúa como una profecía auto cumplida en un circuito que se retroalimenta: los políticos no gozan de confianza pública porque no parecen serles útiles a nadie, y no son útiles para nadie escudándose en la falta de confianza generalizada.
Sin embargo, no tiene ningún sentido hacer de la inutilidad una profesión. Lo primero que hay que convencerse en política es que los círculos viciosos se rompen tomando la iniciativa.
Los perplejos nunca han sabido encontrar un camino de salida a crisis alguna.
Los que no guardan el más mínimo decoro ni la más básica autoestima, parecen estar esperando que aparezca (de algún lado) un principio de solución, para pasar de la pasividad al seguimiento de la próxima procesión que les permita sumarse a la fila.
El problema radica en que no hay solución sin política y sin instituciones funcionando a plena capacidad.
Lo que necesitan los movimientos sociales son interlocutores válidos. Ganar la calle sirve para mucho, pero nadie quiere quedarse en ellas a residir. Cuando no se encuentran soluciones, las manifestaciones pacíficas se convierten en una estación intermedia hacia otra cosa.
Lo cierto es que el tiempo no pasa en vano, y cuando la sensatez no encuentra eco, de la alegría se pasa a la desesperanza y de ella hay un paso a la frustración y al enojo colectivo contra lo que se tenga al frente.
Se entiende lo popular que está resultando en estos días la convocatoria a un plebiscito. El reclamo de participación se canaliza por esta vía. Además, se siente que es el paso lógico y la continuidad de las manifestaciones públicas.
Al apoyar esta iniciativa, se tiene la impresión de que se sigue controlando la situación desde los gremios y las asambleas.
Pero, ¿corresponde esto a la realidad?
Los plebiscitos son procedimientos de consulta popular para optar entre alternativas que se pueden expresar, al final de cuentas, entre un “si” y un “no”.
¿Qué se va a consultar que no tenga una respuesta obvia y conocida de antemano?, ¿qué vamos a hacer entre tanto consultamos sobre lo obvio?
Lo que tenemos entre manos no son incógnitas sino tareas. Sabemos que hay que mejorar la calidad de la educación pública; evitar el lucro; impedir el sobreendeudamiento de las familias más desfavorecidas, y asegurar que la fiscalización de la ley se cumpla y no se burle como hoy.
Los objetivos con respaldo social son conocidos. Es perfectamente posible identificar los procedimientos más adecuados para alcanzarlos, y fijar metas y plazos conocidos para llevarlos a la práctica. Hay mucho avance al respecto y más acuerdos de lo que parece.
Es posible encontrar soluciones si nadie claudica de sus responsabilidades, porque mucho de esto ha pasado hasta ahora y es necesario enmendar conducta. Y, sin duda, el gobierno tiene la mayor de las responsabilidades pendientes por asumir, en particular el actual mandatario.
Un régimen presidencial está hecho para soportar muchas dificultades, excepto que falle el presidente. Si bien se observa, Piñera ha sido el gran ausente de la búsqueda de soluciones.
El tiempo pasa, la situación se agrava y el presidente comenta los acontecimientos desde una lejanía que no existe ni se puede permitir.
Tenía imagen de activo y está teniendo un comportamiento de irresoluto que está llegando a ser altamente preocupante. Ante esto, el papel que debe jugar el ministro de Educación ha de ser todavía mayor y esperamos que, al menos, cuente con el respaldo que le permita abrir diálogo.
El parlamento ha anunciado una mesa de trabajo, lo que es encomiable, y los partidos de la Concertación han dado señales de tener posición propia y estar dispuestos a entregar su aporte.
Con todo hay que decir que es RN, como partido, el que no ha estado a la altura. Llama la atención que su presidente y vicepresidente hayan tenido las expresiones más desafortunadas de la temporada.
Ninguno supo mantener la calma en momentos de crisis, y eso no es otra cosa que claudicar de sus responsabilidades democráticas.
El que claudica es el que renuncia a la búsqueda del entendimiento y opta por el fácil recurso de hablarle a su galería, denigrar a los adversarios y hablar golpeado como si eso hiciera certeza del desconcierto y fortaleza de la falta de rumbo.
El llamado –con insulto incluido- a Camila Vallejo a dejar de “desordenar el país” logra alcanzar el ridículo, y muestra un descontrol penoso. Nada de esto le conviene a Chile.
Del convencimiento nacional de tener un mal gobierno y un peor gobernante, hemos llegado a la preocupación generalizada por la gobernabilidad de nuestra democracia.
La paz vive de diálogo y la democracia de entendimiento. No hay tiempo que perder para que los mejores políticos se hagan presente, los otros ya han ocupado demasiado la escena.