Durante décadas, la educación pública fue el gran trampolín de ascenso social y de estímulo a crecientes niveles de igualdad en Chile.
Es cierto que la cobertura universal se alcanzó en los años sesenta, pero ya entonces estaba la base para continuar avanzando hacia un sistema de creciente calidad, con poder de inclusión, que repartiera mejor las oportunidades.
Pero en algún momento extraviamos el rumbo. No es el momento de analizar las causas que llevaron a una sostenida baja de la calidad de la educación pública, que registró niveles decrecientes de inversión hasta 1990.
Desde entonces se han sucedido muchos planes, esfuerzos y estrategias, con resultados –hay que reconocerlo, aunque nos duela- que aún están muy distantes de lo que el país necesita. Ello ocurre en todos los niveles educativos.
Tenemos más cobertura –casi universal-, 12 años obligatorios y jornada escolar completa en la mayoría de las escuelas y liceos del país; tenemos complejos mecanismos de evaluación del aprendizaje en distintas etapas de la vida escolar; tenemos un sistema de educación superior que ha crecido extraordinariamente en las últimas décadas, aunque no necesariamente en la dirección correcta.
Quiero decir con eso dos cosas: que hemos avanzado, pero no lo suficiente; y que tenemos la base imprescindible para, ahora sí, producir un cambio profundo y duradero en educación.
Aunque quizá me adelanto. Hay algo que no está del todo claro, y es clave para que este cambio pueda llevarse a cabo: me refiero a la disposición a dialogar con apertura y amplitud.
Y esto vale para todos, para las autoridades de gobierno, para los jefes de los partidos de oposición y de gobierno, para parlamentarios, para profesores, para rectores, para estudiantes, para administrativos.
No habrá un real progreso si la reforma que se proponga no ha salido de un diálogo amplio, inclusivo, que otorgue voz a todos.
No es tiempo de decisiones copulares o de planes mágicos de última hora con siglas rimbombantes. Es hora de pensar, de proponer, de exponer, pero también es hora de escuchar y de considerar todas las perspectivas.
Y demás está decir que es urgente. No sólo porque se acortan los plazos para que el año escolar pueda completarse; también porque no podemos seguir hipotecando el futuro de sucesivas generaciones de estudiantes en aras del voluntarismo que lleva tanto a querer imponer una solución como a exigir mucho más allá de lo razonable.
Seamos osados, pero realistas.
Y, sobre todo, demostremos, en los hechos, que somos capaces de escuchar.