Tal vez de lo que más carecen los actuales debates sobre la educación, las explicaciones de los sentidos de las protestas ciudadanas, el “malestar” de los(as) chilenos(as), la compleja coyuntura del país, es de un análisis cultural.
Entre millones más, millones menos para solucionar el “raspe y gane”, se escuchan muy pocos sonidos que articulen la actual coyuntura con el desarrollo histórico y con los imaginarios que inciden en las formas y en el surgimiento de las protestas colectivas.
Las comparaciones, aunque a veces son perversas, han sido buenas para reflexionar en el campo antropológico porque permiten un juego de espejos y el surgimiento de semejanzas y diferencias que hacen posible mirarse autocríticamente y también “situarse”, “ubicarse” en el locus donde uno reside y en sus proyecciones.
Hace unos días visitó nuestra Universidad –me refiero a la de Chile- el rector de la Universidad de la República del Uruguay, el profesor Rodrigo Arocena, reuniéndose con diversas audiencias para hablar sobre el papel de las universidades públicas en América Latina.
Varias materias se relevaron –revelaron también- en sus conversaciones, una de ellas fue precisamente con quien nos comparamos.
Acostumbrados como estamos a que los rankings que miden los logros académicos (universitarios y de la educación en todos sus niveles) provengan de Estados Unidos o Europa, el que lo latinoamericano emerja como modelo o al menos tenga una voz, un paradigma que sin ninguna vergüenza –como lo demostró el Rector Arocena- se entiende como fruto de un proceso cultural y territorial (América Latina y su situación de coloniaje externo e interno), fue un muy buen espejeo de la continuidad de nuestro blanqueamiento.
En la medida en que el profesor Arocena se “ubicaba” con mayor fuerza en la raigambre común de nuestro continente, muchos(as) sentíamos que nosotros cada vez nos hemos ido re-ubicando fuera de esa genealogía para arribar a otra que es –desde mi punto de vista- la medida exacta de nuestras angustias.
Baste sólo colocar la sigla OCDE para que se entienda lo que quiero expresar. Las mediciones internacionales, que nos colocan en ese lugar pantanoso de “pertenecer” a los países desarrrollados, pero con los más bajos índices en casi todos los rubros, no pueden si no generar ansiedad y horror de nosotros mismos.
Es decir seguimos siendo perseguidos por aquellas figuras de nuestra mitología que, como el ñirrivilu (zorro-culebra), el colo-colo (un lagarto con plumas) y otros, portan simultáneamente rasgos de distintas especies y por ello producen miedo. ¿Qué somos respecto a la OCDE sino una suerte de animal monstruoso con mucho “equilibrio económico” y mucha desigualdad social?
Cuando el rector Arocena planteó los horizontes de su universidad, su “misión”, como la de la democratización del conocimiento y la búsqueda constante de metodologías (pedagogías) de inclusión, utilizó una metáfora literaria para explicitar la densidad cultural de esta forma de comprender la educación superior, relatando que en su país la gente crecía en la tradición oral del dicho “naiden es más que naiden” –inspirada en El Facundo de Sarmiento.
Con ello, aludía a una antigua manera popular y campesina de hablar sobre la igualdad.
Nadie es más que nadie. ¿Cuál es nuestra sentencia? “Ser alguien”, a la cual se agrega a veces, “en la vida”. Estas dos maneras de aproximarse a la existencia, que podrían tener una cierta contigüidad, ponen de manifiesto los “estados de ánimo” de los imaginarios en juego en ambas fórmulas.
En el primer caso, se parte de la premisa de que hay una igualdad “primigenia”, que la igualdad es la medida de los seres humanos y quizás su valor.
En el segundo caso, se arranca de la idea de que se es nadie y que se debe llegar a ser alguien (una suerte de “existencialismo” chileno).
Sabemos que la educación formal fue y sigue siendo el “vehículo” en nuestro país para “ser alguien”, primero la básica y media, y hoy casi exclusivamente la universitaria.
Como somos “nadie” los modelos del “ser alguien” han tomado diversos rostros a lo largo de nuestra historia, inclinándose casi siempre hacia aquellos mundos idealizados de lo “blanco” (lo no indio, lo no mestizo, lo no pobre) que pueden resumirse en los rostros del poder (antes el patrón, el apellido, la piel blanca, el pelo liso; hoy el empresario, el hombre de negocios, en definitiva el ganador, y nótese lo masculinizado de los términos).
Los sociólogos y economistas traducen el “ser alguien” del Chile profundo, con el concepto de movilidad social y han cambiado la noción de igualdad por la de equidad, como se ha quejado Agustín Squella.
Me pregunto si no estará en las bases de los temblores sociales nuestros, la conflictividad que produce, en un mundo como el de hoy, ese llegar a “ser alguien en la vida”.
En primer lugar porque “la vida” se ha definido desde proyectos que confiaron al mercado una capacidad casi religiosa de solucionar las diferencias y colocaron al consumo como el motor de la felicidad.
Es decir, a partir de un materialismo extremo, el de la posesión de bienes como sinónimo de la bonanza personal y nacional, el “ser alguien”, se convirtió en una lucha despiadada por existir a través del “tener” cosas que por fin nos “blanquearan”.
Para ello, había que pagar un precio: pagar la educación, pagar la salud, pagar la previsión.
Es decir endeudarnos en el ciclo de la vida, de la permanencia, de la vejez y de la muerte, en la creencia que el dios de la economía era perfecto y nuestro “sacrificio” valía la pena (aunque con ello sacrificáramos también la idea de reciprocidad entre generaciones).
De esa manera naturalizamos la resignación: para llegar a “ser alguien” teníamos que aceptar la “normalidad” de que unos cuantos –chilenos y transnacionales- se hicieran más y más ricos con nuestro pago por educación, por salud, por nuestra vejez, por nuestra muerte.
Eso era ser un “alguien” moderno. Pero cuando el “llegar y llevar” mostró su cara real, cuando el Dicom se convirtió en un Index, cuando la existencia misma se transformó en una deuda perpetua y el proyecto que parecía perfecto, aplicado a nuestra realidad (latinoamericana, claro) no hizo más que profundizar las distancias sociales, étnicas, de género, nuestro ideal de “llegar a ser alguien en la vida” comenzó a temblar, comenzamos a espabilarnos.
El precio es demasiado alto, demasiado desigual también el pago.
Por ello no es difícil explicarse la conjunción de demandas, emociones y lemas que aparecen en las calles, nuestro ser “nadie” emerge de nuevo en medio de las contradicciones de un liberalismo que quiere sólo serlo en lo económico, pero no en lo cultural (¿una modernidad a la chilena?): no al matrimonio gay, no a los Archivos del Cardenal, no al aborto terapéutico, no a la educación pública –sigamos en lo mixto del ñirrivilu-, no al concepto de género (sí al de “familia” como si se opusieran, además).
Si se cree que son las redes sociales, el ciber espacio, los indignados de España, los “infiltrados” de siempre, los “políticos”, el gobierno, la Concertación, los que explican o son los “culpables” –como se escucha decir- de las rabias ciudadanas chilenas, me parece que se olvida que hemos ido creando un imbunche (ese niño robado por los brujos para hacer sus maleficios, al que se le cuecen los orificios del cuerpo) del cual todos(as) somos responsables.
Salir del imbunchismo es hacernos cargo de que “ser alguien” supone, primero, definir lo que queremos y entendemos por “vida”, es decir espabilarnos de verdad.
Quizás el ejercicio de pensar en modelos que están al lado nuestro, también al interior nuestro, como ese “naiden es más que naiden” como punto de partida y no de llegada, pueda ayudarnos a superar las angustias de ser un nadie que quiere ser un alguien bajo el único modelo de la OCDE.
Democratizar el conocimiento desde la universidad también quiere decir que todos los saberes son valiosos, y que todos los sujetos que los portan igualmente lo son (¿el médico es más sabio que una machi?).
Democratizar la cultura es el ejercicio que hace falta en Chile pues desde allí nos socializaríamos escuchando que somos alguien porque nacemos por y para los demás, igual que los demás.
No queda más que agradecer al rector Arocena por sus lecciones de humanidad y por la posibilidad de vernos en su espejo latinoamericano, en el espejo de una historia común que no podemos seguir negando.