Isa, rabisa, colipoterra y urgamandera han sido, entre otras, distintas denominaciones para una mujer que vende sus servicios sexuales. Y aunque suenan muy bien al oído, lo cierto es que un hijo de isa, de rabisa, de colipoterra, o de urgamandera es, al fin de cuentas, un hijo de puta.
Y así como uno de los más antiguos oficios del mundo sigue siendo lo mismo aunque cambie de nombre, en tantas otras cosas que cambian su denominación se esconden las mismas realidades.
Siempre se los conoció como vagos, sin casa, o torrantes. Me refiero a los que deambulan sin domicilio conocido, durmiendo a la intemperie, tapados con frazadas viejas y hasta con puros diarios. En un arranque de siutiquería, los mismos desamparados de ayer pasaron a ser, por un juego de nombre, “personas en situación de calle“.
Si un pobre sin oficio conocido, y más todavía si proviene de alguna comuna de la zona sur de la capital, es sorprendido vendiendo discos piratas en el centro, sin ningún eufemismo es un delincuente, un ladrón que amenaza al comercio establecido y que convierte al consumidor -que le compra a menor precio que el de mercado- en un cómplice de piratería.
En cambio, si un alto ejecutivo o director de una empresa importante como La Polar, especialmente si ha obtenido un MBA, le roba descaradamente a millares de consumidores y de paso daña los ahorros de los trabajadores en el sistema AFP, resulta que es responsable de ardides y triquiñuelas.
Después del terremoto, millares de compatriotas recibieron provisorias mediaguas que fueron distribuidas en asentamientos precarios que pasaron a llamarse aldeas.
Al cabo de año y medio, la bucólica denominación de aldea no puede esconder el hecho de que se trata de los mismos campamentos de siempre, con las mismas mediaguas en las que se cuela el frío invernal y las lluvias, mientras sus moradores chapotean en el barro.
Los viejos y ancianos de ayer, hoy más honorablemente llamados adultos mayores, respetables miembros del grupo de la tercera edad, o edulcoradamente denominados como personas de la edad dorada, igualmente carecen de inserción social y de espacios públicos, condenados a la invisibilidad, al silencio y, en muchos casos, a la soledad.
Casi desterrados del lenguaje cotidiano, los rotos han sido reemplazados por el término familias Chile Solidario, las chinas por asesoras del hogar, los indios por pueblos indígenas, los curcos por personas con discapacidad y los maricones por personas con orientación sexual distinta.
No obstante los cambios en sus denominaciones, resulta que en las encuestas la mayoría sigue creyendo que la pobreza tiene como causa la flojera, un alto porcentaje de los empleadores incumple las obligaciones laborales con sus trabajadoras a domicilio, y las discriminaciones son parte de la vida cotidiana de indígenas, discapacitados y homosexuales.
Y si bien las palabras pueden contribuir a crear realidades -como lo está aprendiendo este gobierno con una sociedad en las calles que le cobra sus propias palabras- lo cierto es que la realidad sigue siendo más porfiada que tanto término nuevo que intenta disfrazarla.