Es muy posible que el presente año quede en las crónicas como el año de las protestas a gran escala de comienzos de siglo (a menos, claro, que los años venideros sean aún más intensos).
Hidroaysén, matrimonio igualitario y educación pública, han sido caballos de una batalla que no ha pasado desapercibida, incluso en medios extranjeros.
Y el auge de las redes sociales, que han sido casi responsabilizadas de este movimiento ciudadano, no explican de manera alguna el fenómeno.
Explicaciones sociológicas hay para todos los gustos. Pero hay una en particular que parece hecha a la medida de la realidad nacional.
Habermas ha planteado en diversos escritos que la desobediencia civil tiene como origen la falta de correspondencia entre el poder comunicativo y el poder político (del cual a su vez nace la institucionalidad jurídica).
Si el poder político viene del pueblo -como es casi universalmente reconocido desde fines del siglo XVIII-, dicho poder debe articularse en términos de discurso -de opinión pública-, de manera que todos los ciudadanos-destinatarios del poder sean ciudadanos-legitimadores del poder.
En el fondo, lo que tienen en común el rechazo a Hidroaysén, la reivindicación por un matrimonio igualitario y la demanda por una mejora en la educación es precisamente el hecho de que el poder de decisión respecto de ellos se encuentra en un compartimento estanco del sistema político. El ciudadano común, que a estas alturas sólo se limita a votar en las elecciones periódicas, está excluido por completo del proceso argumentativo involucrado en aspectos que son esenciales en la vida de las personas.
En el visto bueno para Hidroaysén el poder está radicado en autoridades sin legitimidad democrática.
El sistema educacional que existe en la actualidad fue ideado durante la dictadura, cuando ni siquiera quienes hoy apoyan el modelo podían plantear sus puntos de vista.
Y el matrimonio igualitario, incluso en el hipotético caso de obtener aprobación legislativa, con seguridad no pasaría la barrera contra mayoritaria de la justicia constitucional (un poder que se ha convertido casi en un defensor de la ilegitimidad en términos de discurso).
Esta exclusión genera frustración, y la frustración lleva a las manifestaciones que hemos presenciado en las últimas semanas. Y el gobierno parece no percatarse de ello, a juzgar por su respuesta a los distintos conflictos.
Tal como la ciudadanía “redsocializada”, cuenta con herramientas sin precedentes para lograr una progresiva canalización del poder comunicativo informal. Pero desaprovecha la oportunidad utilizando las herramientas en su exclusivo beneficio.
Es decir, no articula discurso, sino que hace propaganda. Y curiosamente Habermas también tiene algo que decir al respecto. Pero probablemente en el gobierno sólo lean a Ratzinger.