La nueva forma de gobernar consiste en oponerse al gobierno desde su interior anteponiendo exigencias de partido. Al menos así parece entenderlo la UDI, con lo cual sentencia la administración de Piñera a un estado explícito de equilibrio precario del que se ve difícil que salga.
Las insuperables demostraciones de descontento del gremialismo, y la reorganización de su directiva con la finalidad de hacer sentir más fuertemente su distancia y su capacidad de presión, dejan claro el panorama actual del oficialismo. Ellos demuestran que estamos en un escenario posterior a la pérdida de toda esperanza de rectificación interna del gobierno.
Algunos han intentado minimizar la decisión de la UDI en las Termas de Cauquenes, pero para sus actores principales no cabe duda sobre la dimensión de lo ocurrido. Así el senador Hernán Larraín, que asume por cuarta vez como vicepresidente de la colectividad, dijo con sinceridad: “Este cambio intempestivo de directiva me produjo desconcierto, yo prefiero los caminos institucionales”.
En efecto, una administración puede pasar por malos momentos. Se puede recordar a Bachelet enfrentando el Transantiago y la movilización pingüina. Pero reconocer errores e ineficiencias, no es lo mismo que experimentar el distanciamiento consolidado de la base de apoyo política.
Si alguna vez se realizó una crítica política a Piñera ha sido en esta ocasión.
Porque la conclusión sacada en la UDI es que su estilo de liderazgo es incompatible con la posibilidad de una enmienda profunda. No se puede decir que al mandatario no se diera tiempo para hacer un giro. La más importante chance de reorientar al Ejecutivo la tuvo el 21 de mayo, y la desaprovechó de una manera lastimosa.
Por lo demás, todo lo que se podía decir en privado, ya se le ha dicho desde la dirigencia de derecha. Las declaraciones públicas de Piñera brillan por su incapacidad de autocrítica y de nula recepción de demandas políticas que requieren rectificaciones importantes.
Lo peor de la señal UDI es que se declaró sin asomo de duda que no nos encontramos ante un gobierno que haya perdido su primer año, sino que se trata de un gobierno que se ha perdido para liderar la prosecución de objetivos comunes para su sector político. El gremialismo está realizando un movimiento de autodefensa, más que de agresión al gobierno: simplemente no quiere quedar inerme ante una sucesión de errores de grueso calibre que le puede pasar la cuenta en la primera oportunidad en que la ciudadanía se acerque a las urnas.
Esto es tremendamente duro y radical, pero si se dio el paso que se dio quiere decir que era lo único responsable que quedaba por hacer, desde la perspectiva del principal partido de gobierno.
Los que salen internamente perjudicados fueron todos aquellos que se jugaron por ser puentes de buen entendimiento por Piñera y que representaban la posibilidad de una convivencia adecuada y en armonía. La vía de la diplomacia fue cancelada, no porque se tenga algo contra las buenas maneras, sino porque no estaban rindiendo ningún resultado.
El espacio vacío que deja el gobierno de Piñera en la conducción lo van a intentar llenar, a partir de ahora, la UDI y RN en relación directa y sin mediaciones improductivas.
Esto quiere decir que la prioridad de los partidos está siendo el asegurarse de tener un desempeño adecuado en las próximas elecciones municipales y, posteriormente, parlamentarias y presidenciales.
Esta es la primera vez, desde la recuperación de la democracia, en que un gobierno pierde tanto poder y gana tanto aislamiento. Nada de esto por necesidad imperiosa, sino por evidente ineptidud.
Pero los problemas que el gobierno está generando, dado su déficit de conducción política, no se detiene, por cierto, en la derecha. Por eso las dificultades no han hecho otra cosa que empezar.
Los otros dos principales efectos que tendrá el efecto progresivo y anticipado debilitamiento de Piñera se da sobre el sistema político y, en particular, sobre la oposición.
No cabe duda que estamos, como país, sumando riesgos de pérdida de estabilidad política.
Los problemas se acumulan y no se procesan; el distanciamiento de la política oficial de las demandas sociales se ensanchan; la credibilidad pública soporta continuos embates.
Ante todo esto, el gobierno debiera estar asumiendo la iniciativa, liderando la búsqueda de acuerdo y demostrando una capacidad de innovación propia del que da cuenta de lo que pasa y sabe cómo afrontarlo. Pero el gobierno da la impresión de ser un desorientado más (lo es, al menos, en opinión del gremialismo) y el presidente habla de la crisis política como si él fuera un contemplativo y ninguna responsabilidad política lo rozara.
Al mismo tiempo, la pérdida de prestigio de la presidencia y de influencia del gobierno, hace que la oposición afronte más dificultades de las normales. No solo tiene que mantenerse unida, cumplir su rol fiscalizador y realizar propuestas en materias específicas. En tiempos normales se podría contentar con enfrentar con dureza a un oficialismo que con tanta frecuenta visita las cuerdas, tras recibir continuos golpes.
Pero estos no son tiempos normales. No basta con asumir responsabilidades parciales. Hay que cubrir un vacío político peligroso. Los movimientos estudiantiles han alcanzado su apogeo: a partir de ahora han de encontrar interlocutores que les permitan entregar respuestas, o la radicalización nos pondrá ante otros dilemas y ante otros líderes de corte bien distinto al actual.
Cuando no es el gobierno el que toma la iniciativa, ha de ser la oposición la que se muestre a la altura de las circunstancias. Los movimientos sociales están haciendo todo lo que está en sus manos, pero los actores políticos no están ni a mitad de camino de poder decir lo mismo.
Pero eso puede y debe cambiar.
Si la oposición asume su responsabilidad a cabalidad ahora, empezará su recuperación.