Conversando hace unos días con una profesora amiga que trabaja en un establecimiento particular subvencionado, me enteré que el Ministerio de Educación chileno, en su preocupación por mejorar la calidad de la educación, está propiciando que los profesores se guíen por clases programadas al detalle, donde se indica lo que debe realizar el profesor en la sala de clases: desde que ingresa y saluda hasta que se despide al finalizar, así como todas las actividades que les corresponden a los estudiantes, incluido el tiempo que deben destinar a cada acción.
–¡Perfecto!, comenté–. La idea es que sin aviso previo, llegan a la sala observadores enviados por el Mineduc a comprobar que el profesor/a “X” esté dando cumplimiento a lo señalado en dicha programación.
–¡Fantástico!, exclamé—Y si no coincide lo realizado con lo programado, el profesor/a es amonestado seriamente.
–¡Lógico!, dije–. Hasta ahí yo consideraba que nuestra conversación giraba en torno a una buena medida ministerial, pero luego vino el infaltable “pero”.
Resulta que el profesor/a “X” no puede modificar ni una sola coma de la programación detallada, sin correr el riesgo de que el observador le marque con una roja equis el casillero correspondiente, aunque su propuesta metodológica sea superior a la indicada en la programación.
En ese momento, todo lo que las mejores neuronas de un funcionario instalado en alguna oficina del edificio del Mineduc lograron crear, se vino al suelo tumbado por el descriterio y la inoperancia del funcionario ministerial encargado de realizar la observación dentro de la sala de clases. Otro caso que comprueba cómo una buena idea es incompatible con los funcionarios públicos descriteriados que tienen poder y no saben ejercerlo.
Después de un largo silencio, le di mi opinión a mi amiga profesora: la planificación programada al detalle es absolutamente necesaria para aquellos docentes que no tienen la preparación adecuada y para ellos representa una gran ayuda.
Sin embargo, para aquel profesor que sabe y domina sus materias, puede convertirse en un enorme obstáculo que termine por saturarlo y definitivamente desencantarlo del sistema; incluso puede convertirlo en un rebelde con causa.
Y el problema se agrava con la existencia de fiscalizadores que no tienen una dosis mínima de sentido común y desvirtúan lo que pudo ser una buena solución para el sistema educativo.
Y ahora pienso ¿cuán habitual será esta situación en la administración pública?