Siempre me ha llamado la atención el uso de la expresión “anti-social” para referirnos a sujetos que desarrollan conductas que atenten contra los valores fundamentales de la sociedad. Se usa para referirnos a las personas que cometen delitos pero también para calificar a quienes despliegan conductas que si bien son o pueden ser delictuales, también podrían ser portadoras de otros significados.
Claro está, los “violentistas” de los cuales se ha hablado en las últimas semanas con motivo de los desmanes realizados en el marco de las marcha contra HidroAysén, en Valparaíso el 21 de mayo o, más reciente, en las movilizaciones convocadas por la CONFECH, son también antisociales.
El que la forma que se utiliza para protestar sea condenable, no nos puede impedir observar que hay motivos de fondo que explican dichas conductas. Los ciudadanos que marchan pacíficamente, pero también quienes optan por la violencia contra sus semejantes y la destrucción de propiedad pública o privada son antisociales en el sentido que demandan, tal vez difusamente y equivocadamente cuando se recurre a la violencia, un tipo de sociedad que tenga otros valores o que priorice dichos valores de manera distinta.
Y lo hacen porque la sociedad chilena, incluso reconociendo sus logros y mejoras, ha construido no democráticamente, un modelo de desarrollo en donde muy pocos tienen mucho poder y muchos, la inmensa mayoría, está indefensa, desprotegida, abusada, estresada; los datos de la desigualdad y la facilidad con que dejamos de ser pobres (de acuerdo a las estadísticas) con solo un par de billetes en el bolsillo, son insultantes; casi una provocación. Y la sociedad chilena ha tenido harta paciencia: más de veinte años de democracia y los avances distan de ser sustantivos.
Y el gobierno equivoca el foco: el deber del Estado es garantizar el derecho de la ciudadanía a expresarse y hacerlo en lugares en donde esa expresión cumpla con su objetivo que es comunicar a la sociedad un malestar, una demanda.
Para quienes no tienen millones de pesos para insertos en la prensa, ni influencia en los círculos de poder, ni son dueños de medios de comunicación, de nada sirve manifestarse en el Parque O’ Higgins.
La sociedad chilena quiere hacerse oír, decir presente.
Y lo hace, como dice el destacado politólogo Robert Dahl (a quien nadie podría tachar de marxista o anarquista para descalificarlo), porque la embarga “un sentimiento que las decisiones se escapan al control, que la propia vocecita jamás podrá oírse en medio del estrépito de un millón o 100 millones de otras, que para quienes toman las decisiones en el mundo,(…) uno es como una hormiga que se escabulle entre sus pies; la propia suerte depende nada más que de dónde zampen los propios pies estos gigantes o de que lo aprieten torpemente contra el suelo”. No lo tengo claro pero arriesgo una pregunta: ¿Qué es más violento, saquear una farmacia en Valparaíso o el saqueo masivo de las grandes cadenas de farmacias por medio de la colusión de precios?
La inequidad, la injusticia, una vida a la intemperie plagada de incertidumbres, esa sensación de impotencia, también es violencia. Claro, una violencia más sutil, larvada, si se la observa desde la perspectiva macro social pero muy patente en la vida cotidiana de millones de personas.
Recuerdo aquí un concepto poco utilizado en la actualidad: el de “violencia institucionalizada”. Lo empleó la Iglesia Latinoamericana en la Conferencia de Medellín (1968) para dar cuenta de la necesidad de avanzar en la construcción de una sociedad más justa como el principal antídoto contra la violencia y el autoritarismo: “Si el cristiano cree en la fecundidad de la paz para llegar a la justicia, cree también que la justicia es una condición ineludible para la paz”. No deja de ser que América Latina se encuentre, en muchas partes, en una situación de injusticia que puede llamarse de violencia institucionalizada cuando, por defecto de las estructuras de la empresa industrial y agrícola, de la economía nacional e internacional, de la vida cultural y política, “poblaciones enteras faltas de lo necesario, viven en una tal dependencia que les impide toda iniciativa y responsabilidad, lo mismo que toda posibilidad de promoción cultural y de participación en la vida social y política” (Encíclica Populorum Progressio, No. 30), violándose así derechos fundamentales.
Tal situación exige transformaciones globales, audaces, urgentes y profundamente renovadoras. No debe, pues, extrañarnos que nazca en América Latina “la tentación de la violencia”.
No hay que abusar de la paciencia de un pueblo que soporta durante años una condición que difícilmente aceptarían quienes tienen una mayor conciencia de los derechos humanos.