La omisión del Presidente de la República en su cuenta del 21 de mayo de cualquier referencia al matrimonio homosexual tuvo un efecto ilocucionario evidente: el gobierno no quiere meterse en problemas ni con sus partidarios más duros, ni con las minorías sexuales cuyos derechos se comprometió a respetar en su campaña.
Para sus partidarios más duros -esos que arriscaron la nariz cuando vieron una pareja gay en la franja electoral- cualquier reconocimiento jurídico a dichas parejas contra natura es un error y, más aún, una provocación a lo que se ha reconocido tradicionalmente como el núcleo duro de la moral conservadora. Y para la reivindicación homosexual más radical, cualquier instrumento que diferencie el estatus de una pareja heterosexual de la de una homosexual es un déficit en el reconocimiento de su igual dignidad.
Haciendo eco de una conocida frase atribuida a diversos personajes, el Presidente ha decidido ejecutar el arte de lo posible.
Según esta aplicación del arte, ni matrimonio homosexual, ni desregulación serían posibles en el actual orden de cosas. La solución sería promover un proyecto de “unión civil” que deje contentos a moros y cristianos. El problema es precisamente que no deja contentos ni a moros, ni a cristianos.
Y es que el proyecto de unión civil, cuyo texto aún se desconoce, que el Presidente ha prometido enviar en las próximas “semanas o meses” al Congreso -pese a existir ya un proyecto parlamentario al respecto-, si bien parece una buena y necesaria iniciativa para regular aspectos jurídicos y económicos de parejas no matrimoniales, le hace una rabona al problema central. No es necesario ser un adivino para prever que dicha regulación se asemejará más a una sociedad de personas -como las que ya existen en el ordenamiento jurídico- que a un reconocimiento de las relaciones humanas y vínculos afectivos que existen en una pareja del mismo sexo.
Porque no es casualidad que el proyecto regule la unión civil de parejas no matrimoniales, siendo indiferente su condición sexual.
El objetivo del proyecto, a la luz de las declaraciones que lo han rodeado desde el 21 de mayo, es simplemente otorgar certeza jurídica a relaciones de hecho cada vez más comunes en nuestra sociedad. Pero del reconocimiento de la dignidad e igualdad de los homosexuales, al parecer no tendremos nada en un futuro cercano (el mismo Luis Larraín se refirió en twitter al nuevo proyecto como “sucedáneo light”. ¿Estará especulando o tendrá alguna información de buena fuente?).
Y probablemente no tendremos nada debido a la falta de compromiso de la coalición gobernante con el respeto a la diversidad y a la libertad de las personas. Hace algunos días dos senadores de la UDI presentaron un proyecto de reforma constitucional que pretendía establecer a nivel supra legal una barrera al legislador, haciendo inviable cualquier discusión futura sobre el matrimonio homosexual. Dejando de lado la torpeza política de la maniobra –un proyecto tal jamás hubiese sido aprobado- llama la atención que la clase gobernante continúe intentando imponer criterios decimonónicos en la sociedad actual. Una norma como la propuesta no ha existido en toda la historia constitucional de Chile.
Por otra parte, el mismísimo Presidente señaló hace poco que el matrimonio “debe ser” entre un hombre y una mujer. Señalar que algo “debe ser” -una prescripción ética- es propio de una autoridad moral como un sacerdote, pero es inaceptable por parte de la primera magistratura. Si a eso le sumamos las alusiones divinas del Presidente, tal vez sería conveniente que alguien le recordara que, mal que le pese, vivimos en un Estado laico hace casi un siglo.
En definitiva, la tan mentada “unión civil” no pasa de ser un eufemismo a través del cual el Presidente y su coalición evitan mirar de frente al país y su diversidad, llevando a la sociedad actual el séptimo mandamiento de la granja de Orwell. Somos todos iguales, pero algunos más iguales que otros: los que podemos contraer matrimonio.
Para el resto, “unión civil”.