En estos tiempos, para nadie resulta indiferente el difícil momento que está viviendo la Iglesia Católica universal y también la chilena.
Sin ser un católico practicante, he oído a muchos decir lo que comparto plenamente: “¡Es una vergüenza!”
Y no es para menos enterarse de que entre quienes “se sintieron llamados/as a consagrar su vida a Dios”, jurando votos de pobreza, obediencia y castidad, hay algunos/as que han cometido graves delitos de abuso sexual, hurto, estupro, producción de material pornográfico, fomento de prostitución infantil y otros de igual o peor gravedad.
Como para desconfiar de todos/as los/as del clero. Estas últimas semanas me ha parecido advertir en el rostro y en la actitud de algunos sacerdotes un sentimiento de culpa o de vergüenza al momento de mirar a la cara de sus feligreses.
Como si ellos también hubieran cometido los mismos delitos que sus “hermanos en la fe”.
Sabemos que sería una falacia culparlos a todos/as por lo cometido por algunos/as de estos/as verdaderos/as “mercaderes del templo” que ingresaron a un lugar sagrado con propósitos desviados incompatibles con la función que juraron e hicieron creer que cumplirían.
Al parecer, algunos de estos “mercaderes” contaron con la complacencia, la complicidad o, al menos, el encubrimiento de sus superiores jerárquicos, obispos, directores, abadesas…
Para mí, esto es lo más grave, porque ellos/ellas nunca debieron amparar delitos entre sus subordinados/as, ni legal ni moralmente hablando.
Olvidaron preguntarse “¿Qué habría hecho Cristo en mi lugar?” Si se lo hubieran preguntado, muy probablemente habrían encontrado la respuesta en la Biblia: cuando Cristo vio que algunos/as habían profanado su templo realizando acciones ajenas a las propias de un templo, se sacó la correa de su cinto y con ella los/las arrojó fuera del lugar sagrado. ¡A correazo limpio! Y no por eso dejó de amarlos/as ni sentirlos/as sus hermanos/as.
Creo que la mayor falta de las que hemos conocido en este último tiempo por los medios de comunicación no fue cometida por quienes han sido acusados formalmente ante la justicia, sino por aquellos superiores inmediatos que no quisieron ver ni oír lo que la realidad les estaba evidenciando y optaron por la actitud más cómoda del silencio cómplice, pretendiendo tapar el Sol con un dedo.
Olvidaron que Cristo los habría arrojado fuera del templo a correazos por profanadores. En cambio, toleraron que esos/as hermanos/as consagrados/as continuaran bendiciendo o repartiendo la comunión con la misma mano con la que poco antes habían hurtado dineros de la comunidad o manoseado los genitales de un/a joven. ¡Esto es una vergüenza mucho mayor!
Este nivel de escándalos, que, como sabemos, no es exclusivo de la Iglesia Católica, no debe ser motivo de alejamiento por parte de los/as feligreses ni tampoco de pérdida de la fe, sino servirnos de una oportunidad de depuración para arrojar del seno eclesiástico a todas aquellos individuos que nunca debieron formar parte de la institución.
Tal como cuando por error o accidente hemos ingerido un alimento en mal estado y nuestro cuerpo se defiende de ello con una gran arcada seguida de un vómito profundo, de igual modo deberíamos reaccionar como cuerpo o comunidad de Iglesia: haciendo una arcada y vomitando a esos falsos curas y monjas que nunca debieron ser tales.
Y de inmediato, tirar la cadena. Solo así podremos sacar algún provecho de esta vergonzosa seguidilla de delitos cometidos por tantos falsos/as mercaderes. Y estaremos dejando cada cosa en su lugar.