Cuando hablamos de la profesión de abogado –este noble y vituperado arte que algunos defendemos hasta la muerte- estamos hablando de una actividad cuyos tiempos de evolución son siderales.
Consideremos simplemente que nuestro Código de Procedimiento Civil lleva más de 100 años vigente, y que al día de hoy nuestro Código Penal todavía contiene una norma dirigida a los flebotomianos. Usted puede encontrar un abogado de 25 años de edad que hable de “fojas” en vez de “hojas” con la mayor naturalidad del mundo.
Y si se trata de regular la propia actividad, el caso no es muy distinto. El Código de Ética profesional del abogado -cuya existencia y eficacia evocará más de alguna sonrisa o chiste- vigente hasta esta semana databa de la década del ’40, cuando se destacaba en el foro un célebre jurista de cuyos libros estudiamos todos los abogados actualmente vivos. Es evidente, pues, que la actividad profesional ha tenido ligeros cambios desde aquella época.
Haciéndose responsable de este desfase, el actual Consejo Directivo del Colegio de Abogados se impuso como tarea evacuar un nuevo Código de Ética profesional acorde con los tiempos. Alguien podrá decir que la Ética (con mayúscula) es una sola desde Aristóteles, y tendría razón. Pero las aplicaciones prácticas son tan variopintas que no está de más un recordatorio detallado de ciertos principios que algún día juramos defender. Y el resultado, obra de destacados abogados y profesores, y que ha visto la luz este 12 de mayo, es notable.
El mayor hincapié del nuevo código se encuentra en las incompatibilidades en el ejercicio profesional y los conflictos de intereses que se presentan a propósito de las distintas calidades que puede tener un asesor jurídico.
En esta línea, en virtud de la flamante regulación es incompatible el cargo de parlamentario con el ejercicio libre de la profesión, y es contrario a la ética profesional el que existan dos abogados en un mismo bufete que defiendan a partes contrarias en un juicio, sin estar expresamente autorizados por sus clientes (norma inspirada en una de las reglas de la American Bar Association, relativa a un conflicto bastante común).
También se regula la relación del abogado con la sociedad anónima de la cual es director, un conflicto que hasta ahora se encontraba en el limbo de las buenas intenciones de cada involucrado.
Por otra parte, el nuevo código contiene una regla opuesta a la de su antecesor en lo que respecta a la publicidad de los servicios legales.
El anterior contenía una prohibición prácticamente absoluta del “marketing” profesional, fundada inconfesablemente en una concepción aristocrática –algo ramplona- de la abogacía (“Último de rasca un comercial de abogados en la tele”, diría un abogado de la vieja guardia).
Pero nos guste o no, los servicios legales también forman parte de un mercado: oferentes, demandantes, y un punto de encuentro entre ambos. Y uno de los presupuestos del buen funcionamiento del mercado es la existencia de información fidedigna y completa que elimine o disminuya la asimetría.
En resumidas cuentas, si aumenta la oferta y hay mayor información, más personas tendrán un mejor acceso a la justicia. Si bien la aplicación práctica de esta nueva regla es un misterio, sería una verdadera genialidad jurídica el que una norma ética modificara el comportamiento de los agentes al interior de un mercado.
¿Hay algo negativo en esta gran noticia para la profesión?
Pues sí. Que solo el 40% de los abogados forman parte del Colegio, sometiéndose a su disciplina. Aún está por verse si la pertinencia y sabiduría de las normas del nuevo Código llevan a los tribunales a adoptarlas como un estándar general del ejercicio profesional. Esperemos que la fuerza de los argumentos de los creadores del nuevo código evoque en nuestros tribunales el poder argumentativo de los jurisconsultos romanos.