El Homo Chilensis es patiperro por naturaleza, y para más encima, hoy día en todo el mundo las líneas aéreas, los agentes de viaje, las cadenas de hoteles, los ministerios de turismo de numerosos países y la mediática seducen asiduamente con propuestas de viajes. Pero no es oro todo lo que reluce.
Escribo esto en Florencia, uno de los lugares donde, hace ya décadas, soñaba pasar una temporada. Sí, bellísima ciudad, pero dice un proverbio, cuyo origen cada país lo atribuye a alguna cultura antigua distinta, (y quizás lo inventó algún ensayista y lo atribuyó a la antigüedad), “Ojalá tengas suerte y Dios no te otorgue lo que pides.” Después de cierta edad comprendemos la sabiduría del dicho, porque sabemos que en la vida tantas veces rogamos fervientemente por algo o por el amor de alguien, por fin lo conseguimos y al cabo resulta siendo una plaga atormentadora.
Ejemplo. Durante años y años deseaba fervientemente viajar. Lo más lejano y exótico que me tocó fue ir desde Santiago a Rancagua. Cuando mis amigas me describían con entusiasmo sus estadías en Paris, Buenos Aires, Nueva York, Roma… me ponía color palta. Hasta un viaje a la bella Mendoza me producía envidia, al fin y al cabo, a la vuelta se puede decir legítimamente, que “estuve en el extranjero.”
De pronto, como un puf de varita mágica, se me otorgó mi deseo, pero en forma extravagante.
Primero, durante casi dos años viajé con un grupito organizado por mi padre por casi todos los países del continente americano, desde Chile a Canadá.
Después empecé a trasladarme de un lugar a otro, por rezones de estudios, trabajo o falta de criterio. Di a luz a hijos en California y en Paris. Mantuve casa en Auburn, Sacramento, Los Angeles, New Haven, Santiago, Santa Mónica, Boston; Washington; Sur de Francia; Madrid; vuelta a Washington; en Vietnam (con toda la casa, niños, piano y perro); Formosa; vuelta a Washington; vuelta a Paris; vuelta a Boston; vuelta a Chile, vuelta a Madrid; en Inglaterra; vuelta a Boston; vuelta a Paris; en Florencia; vuelta a Madrid y así y así sin parar, además con viajes cortos entre los lugares mencionados y muchos otros, tales como Hong Kong, Japón, Haití, Trinidad y Tobago, Jamaica, Eslovenia, República Checa, Irlanda, Chile, Colombia, Venezuela, Costa Rica, Alemania, Suiza… Se me olvidan muchos.
A pesar de que repito “ya, tá bueno, el deseo está requetecumplido, no más viajes, por favor,” mi vida de nómada continua, porque, a lo moderno, mi familia vive repartida. Mi madre rehúsa irse de Madrid. Mis hijos encuentran trabajo en lugares tan remotos como Nueva Zelanda (ay, dos días de ida y dos de vuelta, y entremedio medio muerta). Para rematar, mi marido, profesor, no sabe decir que no, y acepta enseñar en universidades por todas partes, y para allá vamos, con mi olla a presión en la maleta.
Antes de empezar a viajar mi imaginación veía tarjetas postales: calles hermosas, puentes, monumentos, museos, teatros famosos, restaurantes históricos con comida deliciosa… ¡qué bonitas postales! ¡Qué artículos y afiches de viaje tan tentadores! Es cierto que un viaje cortito de pascuas a ramos es agradable, pero ahora sé que vivir con una casa a cuestas no es una tarjeta postal, sino más bien una pesadilla. Sólo te deja tiempo para planear, organizar, compensar por las necesidades que no hay donde vas y resignarte ante desagradables sorpresas. También sirve para perder de vista a queridos amigos y para vaciar la hucha.
El viaje que deseo fervientemente es dar vueltas por la misma casa de siempre, en el entorno que he creado a mi gusto, (lo que desgraciadamente no siempre apreciamos), mirando mis paredes, mis cositas, mi vieja y leal cocina. No relucen, pero para mí son de oro. ¡Ojalá este deseo se cumpla pronto!
Amigos, hoy piensen en algo que quieren fervientemente, y si son más inteligentes que yo rueguen porque no lo consigan.