Lo que ahora escribo lo hago con mucho dolor.
En este preciso momento, que en Santiago son pasadas las 08:00 de la mañana, llegaba el 29 de marzo de 1985 al colegio, como todos los días, y vi a mi a papá recibiendo a los niños, pues era profesor. Conversaba con José Manuel Parada, sociólogo de la Vicaría de Solidaridad, antiguo camarada de la época de la Jota, y apoderado del colegio. Llegué y nos saludamos de beso. Me llevó un momento a un lado y me contó que el día anterior habían secuestrado a un grupo de profesores de su asociación gremial, la AGECH, de la cual era dirigente, y que los aprehensores habían preguntado por él.
Me quedé atónito mirándolo. Tenía catorce años pero eso ya era edad suficiente como para tener la lógica mínima de que si te buscan, y estábamos en pleno estado de sitio, escóndete, ándate del país, qué haces aquí a las puertas de este colegio, a plena luz del día, te van tomar!!!! Se lo planteé, y él, muy pausado y mirándome con una ternura infinita a los ojos, me tomó de las manos y me dijo que no, que éste era su trabajo, éste era su país, que él ya se había ido una vez y que no lo volvería a hacer, que su lugar era junto al pueblo y su lucha para terminar con la dictadura. Buscando argumentos nuevos, que pudieran hacerlo cambiar de opinión, le pregunté si el Partido le había autorizado para irse del país, que en tal caso les hiciera caso. Paciente, se sonrió, y me dijo que pasara lo que pasara jamás culpara al Partido. Que tranquilo, ya veremos cómo salimos de ésta.
Lo último que me preguntó es acerca de la Gigi, que es mi abuela materna, una mujer muy sencilla que perdió cuando muy pequeñita a sus padres en el terremoto de Chillán en la primera mitad del siglo XX, y que llegó como empleada a Santiago. Ella siempre había acogido a mi padre, a pesar que no tenía formación política alguna, y estuvo con nosotros en todas las búsquedas en 1976 por los campos de concentración cuando secuestraron por primera vez a mi padre. Incluso estuvo detenida con nosotros en el Fuerte Silva Palma, en la segunda desaparición de papá ese mismo año. Ahora, en aquel viernes 29 de marzo de 1985, mi papá me contó que la Gigi, días después del Golpe, cuando papá andaba absolutamente clandestino, sucio y hambriento, escondido tratando de reorganizar a la Jota, lo recibió en su casa, corriendo un riesgo altísimo. Le había preparado un baño y comida. Pocas veces se sintió tan acogido por casi una desconocida, por alguien que se entregaba a él por puro amor, por ser el padre de su nieto y esposo de su hija. Mi padre me contó que la tenía siempre presente, y que lamentaba no haber tenido la oportunidad de agradecérselo.
Le di un beso y me fui a clases.
Mi sala daba las espaldas a la calle. A las 8:50, a minutos de lo que ahora escribo, oímos un helicóptero descender casi al techo del colegio. Nos miramos todos extrañados. Luego un freno de un auto, griterío de voces masculinas que denotaban forcejeo, un balazo y silencio.
Tomé el brazo del compañero de banco y le dije: “mi papá”. Él me miró sorprendido, pero preocupado a la vez. Fui muy categórico. Inmediatamente entró Carmen Leiva a la sala, que era miembro del Centro de Alumnos, con los ojos en lágrima y tirándose los dedos de las manos. Le pidió permiso al profesor que impartía la clase para hablar con el estudiante Manuel Guerrero Antequera. Yo me paré en medio de sala de inmediato y le dije: “Se llevaron a mi papá”. Asintió con la cabeza y se puso llorar e intentó darme detalles de lo sucedido.
Salí de la sala y me fui directo al baño. Me miré rápido al espejo y me tomé unos remedios que tenía para la taquicardia de la que padecía hacía un año. Me hablé a mi mismo preguntándome qué haría papá en una situación como ésta. Salí corriendo a inspectoría, pedí el teléfono y llamé a Sergio Campos, amigo de mi padre, que era locutor de Radio Cooperativa, muy escuchado en Chile. Me puso al aire y denuncié que sujetos desconocidos, probablemente de la CNI, habían secuestrado a mi padre junto a José Manuel Parada, y que temía por sus vidas. Llamé a que la ciudadanía se movilizara de inmediato para exigir a las autoridades su búsqueda y liberación.
Salí de inspectoría y fui a la calle a ver qué es lo que había sucedido exactamente. Había una confusión enorme en el colegio. Cuando se los llevaron había un curso completo que en ese momento estaba en clases de educación física y se econtraba trotando alrededor de la manzana en la calle El Vergel con Av. Los Leones. Muchos de ellos vieron el plagio. Ahí me enteré que el tránsito había sido interrumpido, minutos antes del rapto, por Carabineros de tránsito, motorizados y a pie, y que se reanudó apenas se habían llevado a mi padre con José Manuel. Que el helicóptero también era de Carabineros de Chile. Que al tío Leo lo habían baleado y que un profe se lo había llevado de urgencia a una clínica. Que Marcela, una compañera de segundo medio del colegio, intentó quitarles a los secuestradores a mi padre, que alcanzó a tomarle la mano, pero los otros era más fuertes. Que el Pelluco, uno de los dueños del colegio fue encañonado y amenazado, por lo que él pálido, probablemente para proteger a los niños o por temor a lo que ocurría, cerró la reja del colegio, dejando a mi padre y Jose Manuel peleando solos con los secuestradores en la calle, y que ahí llegó corriendo el Leo, que casi recupera a mi padre que no paraba de gritar, son de la CNI!, ayuda!, nos quieren secuestrar!
Me paré en la calle y me bajó la sensación que todo esto ya lo había vivido. Me preocupé absurdamente por mi seguridad, así es que compañeros me cambiaron parte de la ropa, me puse lentes oscuros, un jockey de gorra, y le pedí a Cristóbal, un compañero y amigo de la Jota del colegio, que me sacara de ahí, que yo tenía un papel que cumplir, que no me podía pasar nada.
Cuando nos fuimos a casa de Cristóbal había llegado la Policía de Investigaciones de Chile junto a Carabineros para preguntar qué había pasado… Me irritó el cinismo de nuestras instituciones de Orden y Seguridad y traté de pensar a qué lugar se llevaban a papá en ese momento.
En casa de Cristóbal conversamos qué podíamos hacer. Era todo confuso, me faltaban elementos, papá de seguro sabía lo que estaba ocurriendo, en qué debía fijarme y acordarme para entender con qué y quiénes estábamos tratando… Yo mismo no tenía clara cuál era la función de papá en el Partido, conocía su labor de dirigente público, pero debía haber algo más, pues sino porqué había tanto recurso del Estado comprometido para tomarlo en forma abierta, a la vista de niños y profesores en un colegio.
Desde que papá había llegado de regreso a Chile de su exilio, el 22 de noviembre de 1982, de forma inmediata lo retuvieron en el aeropuerto. Al entregar sus documentos en el mesón de Policía Internacional, el funcionario al leer la tarjeta de embarque, dijo en voz alta “es él”, y acto seguido se lo llevaron a una sala esperando una llamada del “jefe”. Mi padre muy preocupado consultó qué es lo que sucedía y en virtud de qué lo tenían retenido. No hubo respuesta. Después que le revisaron toda la documentación y lo que traía, lo dejaron ir. Un automóvil lo siguió hasta la casa familiar de Maipú, cosa que él de inmediato -¡en su primer día de regreso al país, después de años de distancia!- denunció llamando a las radios. Así de valiente era mi viejo, y así de presente lo tenían los organismos represivos de la dictadura.
En diciembre de 1982 retornamos nosotros, junto a mamá y mi hermana América a Santiago, desde Barcelona. Nos reencontramos con papá quien ya estaba participando en la organización de la primera marcha del hambre que se realizó, convocada por el movimiento sindical. El año 83 fue mágico, pues las protestas nacionales eran masivas, se respiraba mucha esperanza, con actos multitudinarios. Papá se abocó a organizar a los profesores cesantes y a la creación del Movimiento Democrático Popular, MDP, que agrupaba a las fuerzas políticas de izquierda que luchaban por el retorno de la democracia, pero con contenido social. Lo acompañé a muchas manifestaciones y concentraciones. Su energía de trabajo era infinita, y siempre tenía la “película muy clara”, me comentaba la gente con quien interactuaba. Su apuesta eran las políticas de alianzas, la unidad de la oposición, el derrotar a la dictadura, pero en el marco de una transformación simultánea de la economía, de modo que ésta favorieciera a las grandes mayorías, fundamentalmente al mundo trabajador y poblacional que en aquellos años sufrían una situación de cesantía y hambruna real.
Llegó el año 1984, y papá trabajaba junto al Pato Madera, muralista destacado de la época de las Brigadas Ramona Parra, en el Taller Amistad que tenían en la calle San Pablo. Todo muy sencillo, pero lleno de jóvenes y viejos que hacían lienzos, pintaban cuadros, experimentaban formatos distintos de cassettes y revistas, todo con mensajes llamando a la organización y lucha contra la dictadura.
Asumió Sergio Onofre Jarpa de Ministro del Interior y de inmediato la CNI fue a casa a buscar a papá para detenerlo. Como él no vivía con nosotros no lo pudieron ubicar, pero dejaron una copia de la orden detención y expulsión del país de papá, junto a Mario Insunza Becker, firmada por el Ministro del Interior, con la leyenda “por orden del Presidente de la República”, es decir, Augusto Pinochet. Aún conservo ese documento, que da testimonio del lugar desde donde venían las órdenes para vigilar, detener y matar.
Papá tuvo que volver a la clandestinidad. Allanaron la casa de la familia Guerrero en Maipú; secuestraron al hermano menor de papá, mi tío Francisco; detuvieron a una hermana de papá, mi tía Esperanza; detuvieron y torturaron al profesor Tolosa de la AGECH preguntando por papá, en fin, la represión era muy fuerte e intensa para dar con su paradero. Mi padre comenzó un exasperante peregrinar de casa en casa.
En aquellos días yo había cumplido los 14 años. Vivía el inicio de mi adolescencia. Rebelde me pelié con mamá y la amenacé con irme a vivir con papá. Ubiqué a mi padre y la comuniqué mi decisión. Él estaba radiante de felicidad, siempre había soñado con volver a compartir conmigo los momentos en que me dormía y despertaba. Quedamos de acuerdo, yo tomé mis textos escolares, un poco de ropa, mi guitarra, y me fui a Maipú a encontrarme con él a tomar once e iniciar nuestra vida juntos. Llegué puntual, pero dieron las siete, las ocho y las once de la noche y papá no llegaba. Ya cuando me estaba durmiendo apareció, con los ojos llorosos. Me dió un gran abrazo y me dijo, con el dolor de su alma, que lamentablemente no podía irme con él, que habían sacado una nueva orden de detención de parte del Ministerio del Interior y ahora tendría que salir de Santiago. No lo podía creer. Me había costado mucho tomar la decisión. Ahora tendría que volver con mi orgullo en el suelo a casa, a mi pieza de niño, cuando estaba a punto de cumplir uno de mis sueños. Pero sus ojos no mentían, estaba verdaderamente preocupado.
De ahí no lo volví a ver durante meses. Llegó el año nuevo con el que comenzaría 1985. Con mi hermana América fuimos a la casa de mis abuelos en Maipú y celebramos contentos, pero con la ausencia de mi padre que en algún lugar, en alguna casa estaría comiendo con una familia ajena. De pronto, noté que mi abuelo se puso muy nervioso y me hablaba como enojado. Había algo raro en el ambiente. Súbitamente entró al patio de la casa el auto de mi tío Francisco, pero en reversa. Estacionó frente a la puerta de la casa, lo que no era usual. Se bajó mi tío y abrió expectante la maletera. Corriendo fuimos con mi hermana y primos a ver qué sucedía. En su interior habían frazadas, que de a poco tomaron vida y comenzaron a moverse, y de pronto, de entre ellas, se asomó el rostro de papá con su risa gigante y luminosa, mirándonos victorioso. Había burlado el seguimiento y, arriesgando su vida, se sumó a la familia para compartir unos momentos junto a nosotros.
Pasé toda la tarde pegado a él, como un pequeño animalito incondicional. Comimos, lavamos los platos juntos, guitarreamos un rato -ambos somos desabridos pero gozamos cantando-, y luego llegó el momento de la despedida. Yo me abracé de mi hermana mientras observábamos como se volvía a introducir a la maletera y se perdía bajo las frazadas. ¿Lo volveríamos a ver?
A principios del año 85 el Ministerio del Interior informó a la familia que a papá le habían levantado la orden de detención y expulsión del país. Apenas lo supo, él aprovechó de inmediato la ocasión para volver a encontrarse con los profesores y juntos pasamos los efectos del terremoto de inicios de marzo de aquel año. Papá criticaba el que los propios profesores cesantes tuvieran que juntar limosnas para repartírsela a los colegas que habían quedado sin hogar producto del sismo. “Le estamos quitando a los que no tienen, y le estamos dando miseria a los que se merecen mucho más. Tenemos que exigirle a las autoridades estatales que asuman ayudar a todos los damnificados. Esto no es una cuestión de caridad, es un problema político desde el cual debemos organizarnos para protestar y buscar unidad de propósitos con amplios sectores”, decía.
En eso estaba cuando el secuestro del 29 de marzo de 1985. Sin embargo esto no podía constituir motivo suficiente para que una institución del Estado secuestrara a tanta gente consultando por papá y luego se lo llevaran de las puertas de un colegio. Ese era mi intución en aquel minuto a pocas horas de ocurrido el secuestro en mi colegio. En casa de Cristóbal, trataba y trataba de dar en mis recuerdos con alguna pista para saber por dónde había que buscarlo para hallarlo vivo y salvarlo de una muerte segura, pero no supe desenrredar la madeja. Me faltó edad, experiencia, y claro, papá realizaba una actividad con mucho sigilo que solo con el tiempo pude ir reconfigurando. Ahí estaba la verdadera clave de su secuestro y posterior degollamiento. Su caso fue utilizado para atormentar a toda la sociedad, de ello no cabe ninguna duda. Pero no era solo eso, había un odio particular hacia él, desde el mismo año 1976 cuando sobrevivió la detención y desaparición, torturas y prisión política…
A fines de 1984, la peridiodista Mónica González de la revista Cauce, de oposición al régimen, había sido contactada por Andrés Valenzuela, alias “El Papudo”, ex agente del Comando Conjunto -organismo que coordinaba distintas ramas de las Fuerzas Armadas con el propósito de reprimir-, quien se encontraba sometido a profundos remordimientos por sus acciones pasadas y valientemente dio el paso a contar su verdad, a riesgo de que se supiera y fuera ultimado por sus propios ex colegas. Mónica González se juntó con él y no podía dar crédito a todo lo que este hombre le relataba: detalles de las detenciones, torturas, ejecuciones y lugares donde habrían dejado los restos de muchos detenidos desaparecidos durante el año 1976, el mismo año en que el Comando Conjunto había tenido detenido desaparecido a mi padre. La periodista dándose cuenta de que se trataba de información extremadamente delicada, antes de su publicación decidió validar la misma, para lo cual contactó a José Manuel Parada, que a la sazón era el encargado de Documentación y Archivos de la Vicaría de la Solidaridad. En Chile habían muy pocas personas que como él manejaban casi toda la información acerca de los aparatos represivos, pues le llegaban a diario los testimonios de los luchadores sociales y sus familiares que habían sido apresados.
José Manuel, al conocer el carácter de la información y antes de entrar en su detalle, le sugirió a la periodista que había una persona, la única persona en realidad, que contaba con toda su confianza y que podía triangular la información con su propia experiencia de detención en manos del Comando Conjunto y lo que indicaba Valenzuela: mi padre. Con la venia de Mónica González, los tres se pusieron a analizar las largas horas de grabación del testimonio y mi padre con José Manuel no podían creer a lo que estaban accediendo: la estructura completa del Comando Conjunto, sus acciones, las fechas de detención de los militantes comunistas detenidos desaparecidos, los sitios en que fueron ultimados, los nombres y alias de los agentes de las distintas ramas de las fuerzas armadas y de civiles que participaban en el Comando. Mi padre, absolutamente impresionado, iba confirmando una a una las informaciones. Estaban frente a una información valiosísima que permitía aclarar muchos casos de violaciones a los derechos humanos y dar con el paradero de los detenidos desaparecidos. Pero al mismo tiempo se dieron cuenta que sus vidas, como la del ex agente, corrían un enorme peligro, pues los agentes seguían activos y harían todo para que tal información no se hiciese pública. Por ello decidieron que la información se publicaría cuando Andrés Valenzuela estuviera a salvo fuera del país y cuando ellos mismos hubieran alcanzado a tomar las medidas de seguridad que evitaran su inminente captura. La decisión era presentar toda la información en un medio de circulación masiva en el extranjero, tipo Washington Post, y una vez fuera conocida, entregarla con detalles a los Tribunales de Justicia chilenos para que investigara los hechos.
Leyendo y releyendo el testimonio del agente Papudo, mi padre se pudo enterar de los detalles de su propia detención en 1976 cuando tenía 27 años de edad, pues Andrés Valenzuela había participado en tal episodio. Ahora comparto con ustedes parte de la información que probablemente llevó mi padre a la muerte, por el terror y cobardía de los agentes a enfrentar la verdad y su responsabilidad en los hechos, que aún siguen impunes:
“El operativo fue en el sector de Departamental. Recuerdo que la Pochi”, la agente de la FACH Viviana Ugarte Sandoval, estaba en el lugar con un equipo de radio para avisar su salida. Cuando salió, fue tomado por el “Chico” y “Alex”, agentes de la Marina, y a consecuencia de un pequeño forcejeo, a “Chico” se le disparó el arma, hiriendo a Guerrero en un costado. Fue conducido de inmediato a “La Firma” estando herido. Allá, el “Lolo”, el “Fifo” Palma, “Jano” y “Wally”, lo interrogaron y torturaron poniéndole electricidad directamente en la herida.
A consecuencias de los golpes y electricidad, Guerrero perdió el conocimiento por unos instantes por lo que se llamó al doctor Alejandro Forero “hijo”, hoy cardiólogo en el Hospital de la FACH. El doctor señaló que la herida era grave y que el detenido debía ser trasladado al hospital.
Alrededor de una hora después que se fue el doctor Forero de “La Firma”, se recibió el llamado telefónico de un general, no estoy seguro que fuera de la FACH, y ordenó el traslado de Guerrero al Hospital de Carabineros. Nos causó sorpresa que el general ya estuviera enterado que teníamos a Guerrero. En el hospital estuvo siempre esposado, lo que recuerdo bien ya que varias noches me tocó hacerle guardia.”
Con esta información, ahora quedaba claro porqué el Comando Conjunto había resuelto “entregar” a mi padre a la DINA durante su detención y desaparición en 1976: Mi madre en aquellos meses hizo todo lo humanamente posible para dar con el paradero de mi padre, concurriendo personalmente -embarazada de mi hermana América- a las oficinas del presidente de la Corte Supre ma. Él para calmarla hizo un ejercicio retórico: “Señora, en Chile no hay detenidos desaparecidos. Voy a llamar delante de usted al General Contreras, para que se de cuenta que no hay nadie del nombre de su marido detenido en algún recinto de las Fuerzas Armadas y de Orden”. Y lo hizo. Y sin saberlo o quererlo, esta llamada al despacho del coronel Manuel Contreras, que dirigía la DINA, le salvó en ese momento la vida a mi padre, pues cuando Contreras se enteró que uno de los principales dirigentes de las Juventudes Comunistas, a quien sus hombres buscaban intensamente, se encontraba en poder del Comando Conjunto, o el “Grupo de los 20″ como se hacía llamar, enfureció, porque no estaba informado. Movió todos sus contactos y exigió que el director de la Dirección de Inteligencia de la Fuerza Aérea, general Enrique Ruiz Bunguer, y el director de la Dirección de Inteligencia de Carabineros, general Rubén Romero Gormaz, le entregaran a mi padre.
La presión del coronel Manuel Contreras se hizo insoportable y la Dirección de Inteligencia de Carabineros (DICAR) debió asumir su detención. El 18 de junio de 1976, estando mi padre ilegalmente detenido y baleado -sin que nadie de nosotros supiera su paradero- en el Hospital de Carabineros, el ge neral Romero debió entregarlo a la DINA a pesar de que la bala seguía enterrada en su axila. Un oficio firmado por el general Rubén Romero Gormaz, y dirigido al director de la DINA, acompañó a mi padre en su ingreso al campo de concentración de Cuatro Alamos, que estaba bajo control de la DINA: “Remito antecedente del dirigente de las Juventudes Comunistas Manuel Guerrero Ceballos, quien fue detenido por personal de Inteligencia y que se encuentra a disposición de la DINA, en el Hospital de Carabineros.”
Siete días permaneció incomunicado mi padre en Cuatro Alamos. La bala la tenía aún clavada en el costado. En esos siete días se decidió su destino, pues el viernes 25 de junio de 1976, el día de su cumpleaños y a la misma hora en que la Corte de Apelaciones de Santiago rechazó el recurso de amparo en favor de él, mi padre fue obligado a levantarse de su camastro en la celda de incomunicación en que fue arrojado. No sabía adonde lo llevarían. Esa misma mañana fue trasladado al campamento del lado, el del tránsito a la libertad, Tres Alamos. Los organismos represivos, por esta lucha entre ellos, habían decidido que viviera, pero no contaban con que mi padre denunciaría por todo el mundo lo que le habían hecho y que había reconocido a uno de los agentes, el traidor Miguel Estay Reino, el “Fanta”.
La información que entregó Valenzuela en su testimonio a Mónica González era una bomba, y en rigor, sigue siendo una bomba. Pues en ella se establece, entre otros aspectos, que Viviana Ugarte Sandoval, alias “La Pochi”, había participado como agente del Comando Conjunto en la detención ilegal de mi padre. Presumiblemente ella es la mujer que relata en un escrito que dejó papá con el nombre “La sesión macabra continua”, donde describe las torturas que le aplicaron, y que en medio de ellas había una mujer que lo acariciaba mientras le aplicaban electricidad.
Sí. Viviana Lucinda Ugarte Sandoval es la esposa del general de la FACH Patricio Campos, quien es la persona nombrada por las Fuerzas Armadas que participó en la Mesa de Diálogo que tenía por objeto recabar información acerca del paradero de los detenidos desaparecidos en Chile… Curiosamente, precisamente la información que correspondía a las víctimas del Comando Conjunto fua alterada, de acuerdo a las declaraciones de Otto Trujillo, “Colmillo Blanco”, otro agente del Comando Conjunto que contó su versión de la verdad al diario La Nación.
Por desgracia, y por razones que aún me cuesta comprender, la entrevista a Andrés Valenzuela fue publicada sin autorización de mi padre y José Manuel en el extranjero, antes que ellos pudieran ponerse a salvo. Los agentes del Comando Conjunto, ahora agrupados en un departamento de la Dirección de Comunicaciones de Carabineros (DICOMCAR), con domicilio en calle Dieciocho, en el mismo local de la “Firma” en que tuvieron torturado a mi padre en 1976, apenas se enteraron del testimonio de Valenzuela se pusieron en alerta y decidieron cortar literalmente el problema por la raíz: eliminar a José Manuel y mi padre, para impedir que la verdad circulara por el mundo. Por ello allanaron y secuestraron la imprenta de la Asociación Gremial de Educadores de Chile (AGECH) el 28 de marzo de 1985. Buscaron frenéticos ese lugar pensando que ahí se encontraban los stenciles de publicación del testimonio de Valenzuela sobre el Comando Conjunto. La imprenta estaba a nombre del artista gráfico Santiago Nattino. Esa misma noche lo secuestraron y lo llevaron a calle Diecicho, al local de la DICOMCAR, ex La Firma del Comando Conjunto. Lo esposaron a un parrón y comenzaron su tortura. Una vez que secuestraron, al día siguiente, el 29 de marzo, como hoy, a mi padre y José Manuel, los torturaron a los tres, quemándoles cigarrillos en el cuerpo, sacándoles las uñas, aplicándoles electricidad y quebrándoles los huesos de la frente a culatazos.
Al día siguiente, el 30 de marzo de 1985, dirigidos por el Fanta, con un cuchillo atacameño que le había regalado Moren Brito, los degollaron bajo Estado de Sitio camino a Quilicura y dejaron que sus cuerpos se desangraran. Hoy tres sillas vacías recuerdan a don Santiago y a los Manueles en el lugar en que les dieron muerte.
No quisieron que se supiera la verdad, como ha sido la tónica del silencio de las Fuerzas Armadas y de Orden para no dar con el paradero de los detenidos desaparecidos. Fundamentalmente por cobardía a no enfrentar sus propios actos, sus propias decisiones. Siguen estando en deuda con nosotros, con los hijos, con la sociedad chilena. La mayoría de aquellos agentes y de quienes les dirigían no han sido juzgados, y los médicos que torturaron, los civiles que actuaron, los oficiales que participaron en tan horrendos crímenes, siguen en sus lugares de trabajo como si nada pasara.
Pero sí pasa y no deja de pasar. Tal como mi padre y José Manuel arriesgaron y dieron sus vidas por la verdad y la justicia, nuevas generaciones surgen y dan con creatividad las luchas del presente, vinculados con aquella memoria del crimen, pero también de los compromisos, las militancias por una vida digna.
Por eso hoy los recordaremos en nuestra velatón cultural. Cada uno/a tomará de la mano a don Santiago y a los Manueles, y con ellos a cada uno/a de los/as luchadores/as sociales de nuestro país, de su mundo trabajador, artístico, profesional, intelectual. Somos muchos/as. Honraremos sus vidas y no dejaremos de denunciar y exigir justicia a sus asesinos y al Terrorismo de Estado. Hacemos el esfuerzo diario de seguir enamorados de la vida, como una conquista que no nos pueden ni queremos que nos quiten. Por eso decimos, ¡Con Memoria y Alegría, Adelante por la Vida!
Hoy pondré mi vela por ese último beso que le di a papá, y a quien he dedicado mi modesta vida, junto a mi compañera e hijas. Ahí estaremos, en la calle, codo a codo. Y entre la gente, quiero verte bailar…
Todos los días, toda la vida.
Manuel Guerrero Antequera
Santiago, 29 de marzo 2011
08:35 hrs.