No hace muchos días que la encontré por última vez. Y como cada vez que le preguntaba cómo estaba, me respondía “más o menos”, con algunos problemas de salud en los que no gustaba ahondar. Pero se hacía el ánimo para ir a todos los eventos donde sabía encontraría a sus amigos periodistas, su gran familia externa.
La conocí el día que rendí examen de admisión en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile. Alta, delgada, de pelo oscuro y ojos verde pardo, se paseaba entre las filas de los estudiantes mechones que en 1956 rendíamos examen para alcanzar un puesto en la Educación Superior previo pago entonces de una matrícula irrisoria. En un comienzo pensé que era una profesora. Pronto supe que también era una postulante, pero como alumna de Psicología entonces, estaba colaborando con el examen de admisión en aquel tramo sicológico que entonces nos hacían.
Asistimos juntas a la primera clase en el flamante local de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile en calle Los Aromos, al fondo del ex Pedagógico de Macul.
El profesor Ramón Cortez Ponce, con su vozarrón impresionante y su melena blanca, nos abrió esa mañana el horizonte al mundo de la noticia con una afirmación que no olvidé: los primeros periodistas de la historia fueron los Doce Apóstoles, pues se encargaron de difundir al mundo la Buena Nueva. Y nosotros, aprendices de chasqui, nos conmovimos, incluso Raquel, entonces escéptica e incrédula, dos ingredientes indispensables para hacer de ella la excelente periodista que fue.
En esas aulas de calle Los Aromos, junto a colegas como Abraham Santibáñez, Tedy Córdova, Silvia Pinto, Erica Vexler o Toño Freire, seguimos aprendiendo de la palabra erudita de Leopoldo Castedo, la sabia de Raúl Aicardi, la acompasada de Abelardo Clariana, la experta de un Mauricio Amster. La enérgica y definitiva de Lenka Franulic.
Lenka siempre distinguió a Raquel con su preferencia, quizá viendo en esa joven periodista en ciernes la brillante profesional en que se convertiría.
En 1957, cuando éramos aún sus alumnas, nos invitó a participar de “Apuntes”, un programa casi feminista, pues se anunciaba como “un espacio escrito, hablado y dirigido por mujeres”.
Lenka dirigía, Licha Ballerino era la reportera estrella, y nosotras simples ayudantes, mientras las voces de tres locutoras, Mirella Latorre, Eliana Bocca y Elina Zuanic voceaban nuestro trabajo por las ondas de Radio Minería. Digo “casi feminista” porque no hablábamos de la igualdad de oportunidades, sino demostrar que podíamos hacer un tan buen programa noticioso como aquellos dirigidos por hombres.
Poco antes de terminar los estudios, Raquel y yo comenzamos a trabajar en el Departamento de Prensa y Radio de la Universidad de Chile, que por entonces, bajo la conducción del maestro Raúl Aicardi ya se preparaba para salir al aire como el Canal 9.Reporteábamos el quehacer de la Universidad y lo transformábamos en programas radiales que salían al aire a… las 8 de la mañana de los días domingo. Nada ha cambiado.
Esos primeros pasos juntas en el periodismo continuaron hasta que ambas conseguimos empleo en la vieja Empresa Zig-Zag. Desde ese umbral nuestros caminos comenzaron a separarse: yo ingresé al de los espectáculos en “Ecran” y Raquel al de la crónica policial en revista “Vea”.
Luego vendrían los tumultuosos años 70, donde cada chileno debió tomar partido.
Raqui tomó el del periodismo independiente y objetivo que defendió hasta su último suspiro, y yo, el de la trinchera. Ambas quedamos cesantes en el fatídico 73. Se nos cerraron los medios masivos y cuando creé y dirigí una revista femenina para el desaparecido supermercado Unicoop — uno de cuyos fundadores fue el Cardenal Silva Henríquez–, aceptó el “pituto” que le ofrecí sin mucho entusiasmo. Fue una anécdota en su vida profesional. No tardaría en surgir y volver a fulgurar en los medios masivos por su talento innato.
Recibió todos los premios periodísticos existentes, desde el “Lenka Franulic” de la Asociación de Mujeres Periodistas, hasta el Nacional de Periodismo. Pero lo mejor: consiguió el reconocimiento y el respeto del lector o televidente que valoró su coraje para sacar de mentira verdad a los más brillantes o a los más oscuros personajes de un dividido Chile.
Nadie sabía de qué lado estaba. Jamás revelaba por quién había votado aduciendo “el voto es secreto”. Su técnica era la del “abogado del diablo”: cuando entrevistaba a un personaje de derecha, le lanzaba preguntas como si provinieran de la izquierda y cuando era de izquierda, le disparaba como una tradicional derechista.
Recibió más de un insulto de uno o de otro lado, pero persistió hasta el final: la verdad que busca un periodista de política sólo podía alcanzarse desde la independencia. Fue su sello profesional. Sólo en noviembre último, en una entrevista en televisión, dejó entrever que su corazón estaba bien afirmado en el centro.
La vida nos llevó por distintos caminos, nos desarrollamos en distintos círculos, pero conservamos un preciado tesoro: compartí su alegría el día en que, hace más de medio siglo, nació Juan Eduardo, su único hijo. Y con Eduardo, su marido, me eligieron como madrina de bautismo. Confieso que he sido una “madrina cacho”. No he cumplido mi papel como es debido. Por eso ahora, Juan Eduardo, en los momentos en que más lo necesitas, te ofrezco todo el cariño que la “nina” te adeuda.
Así, me sumaré al calor de los brazos de sus numerosos hermanos, sobrinos, sobrinos-nietos, amigos y colegas para que Raquel pueda descansar tranquila, segura de que su tesoro que dejó en tierra estará bien abrigado.