En su conferencia pronunciada en el Appleton College, la afamada escritora Elizabeth Costello –alter ego del sudafricano J. M. Coetzee, autor de Elizabeth Costello- sorprende a todos sus auditores al hablar de la vida de los animales y no de literatura, como se esperaba de ella.
En su argumentación, mediante una analogía entre la matanza de animales y los campos de concentración nazi, Costello señala: El horror específico de los campos [de concentración], el horror que nos convence de que lo que pasó allí fue un crimen contra la humanidad, no es que los asesinos trataran a sus víctimas como a piojos a pesar de que compartían con ellas la condición humana. Eso también es abstracto. El horror es que los asesinos se negaran a pensarse a sí mismos en el lugar de sus víctimas, igual que el resto del mundo.
Todo acto de crueldad hacia otro se sustenta, ante todo, en la incapacidad de pensarse a uno mismo como un ser que, en la balanza de la vida, perfectamente podría estar en el lugar de ese otro mientras aquel ocupa el nuestro.
Los campos de exterminio nazi, los lager y los gulag soviéticos, el apartheid, el Seguro Obrero y la salitrera Santa María, la Pisagua pinochetista y los UMAP castristas –unidades conformadas principalmente por homosexuales enviados contra su voluntad a campos de “reeducación” que no eran más que nuevos campos de exterminio y vejaciones–, entre tantas otras muestras de jerarquización y deshumanización del hombre, parten de la negativa a pensarse como un uno concreto, que frente a los ojos del otro también puede llegar a ser un ente abstracto, un número, una simple raza, condición sexual o idea política en lugar de un humano [el sustantivo, el nombre, el sujeto] tras el adjetivo identitario sustantivado por la ceguera.
A casi un año del incendio de la cárcel de San Miguel en que fallecieron 81 internos, las palabras de Costello nos recuerdan que toda tragedia ocurre ante la impunidad, pasividad y también, como en nuestro caso el 8 de diciembre del 2010, complicidad de una sociedad entera.
Una sociedad que calla y evade su responsabilidad, que incluso justifica lo ocurrido aduciendo que eran “asesinos, traficantes, ¡vendedores piratas de propiedad intelectual registrada!”, mientras alimenta su gula de sufrimiento ajeno con el menú culinario montado por los canales de televisión que, contrario a lo ocurrido con la tragedia de Juan Fernández, prefirieron el principio de informar ante viento y marea en lugar de respetar el dolor de los demás.
“Demás” que, en este caso, no fueron los integrantes de Buenos Días a Todos, colegas de la televisión, miembros de fuerzas armadas o familiares de políticos, sino que madres y padres de homicidas, esposas y hermanas de asaltantes, hijos y amigos de estafadores.
(Muertos incómodos porque ningún sector puede obtener provecho político de ellos.)
Costello, escritora dentro de una novela, confía en que la literatura aún ofrece un sitio en que el lector tiene la posibilidad de situarse en el lugar del otro: observar, entender, acompañar y compartir sus sentimientos, deseos, alegrías y sufrimientos, más allá de la espectacularización del ser humano acaecida hoy en día por parte de un sector importante de los medios masivos de comunicación.
Medios que se sienten con la potestad para transformar en mercancía -¿por culpa de la farándula?- a cualquier persona desde el momento que les ofrecen las pantallas de su canal.
Estaciones televisivas que, amparadas en su “responsabilidad de informar”, son capaces de plantar sus micrófonos y sus cámaras sobre una madre desgarrada que acaba de enterarse que el rostro de su hijo se ha reducido a cenizas, sin respetar su dolor, incluso acusando “trabas” a la labor informativa tras una reacción agresiva. después de varias peticiones frustradas que la dejaran tranquila.
¿Por qué sucede esto? ¿Por qué llega a ocurrir todo esto en un mundo racionalizado?, pregunta Costello.
Y su respuesta, con nuestra actitud ante la tragedia de San Miguel, parece actualizarse como tantas veces sucedió, sucede y, por desgracia, sucederá en nuestra época:
La gente dijo, “son ellos los que pasan en esos vagones de ganado”. La gente no dijo: “¿Cómo sería si yo fuese en ese vagón de ganado?”. La gente no dijo: “Soy yo el que está en el vagón de ganado”. La gente dijo: “Deben de ser los muertos a quienes están quemando hoy, que apestan el aire y hacen que me caiga ceniza sobre los repollos”. La gente no dijo: “¿Cómo sería si me estuvieran quemando a mí?”. La gente no dijo: “Me quemo, estoy cayendo en forma de ceniza”.
Sin embargo, también caímos nosotros en forma de ceniza ese día, en que con el control remoto encendimos nuestro propio horno. Horno que, encandilados por sus hologramas, nos absorbió el 8 de diciembre.
Y solo abrieron sus ojos y su estómago.