Por estos días pone término a su extensa carrera judicial el magistrado Alejandro Solís, ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago. Es uno de los mejores jueces penales, destacado por su rigurosidad profesional en la investigación y sentencias de numerosos procesos por crímenes de lesa humanidad.La calidad de sus fallos son materia de lectura y estudio por los estudiantes de más de alguna Escuela de Derecho del país.
Lamentablemente, estos méritos profesionales relevantes no parecen ser uno de los factores regularmente empleados para promover a los magistrados. Al contrario, todo muestra la primacía de criterios puramente políticos en las propuestas para integrar la Corte Suprema. Lo que desmiente la supuesta autonomía del poder judicial y, dada la intervención del gobierno y el parlamento, ha permitido el ascenso al más alto tribunal de la república de funcionarios que en los procesos sobre graves violaciones a los derechos humanos, tan importantes para nuestra sociedad, dieron muestras de indiferencia. Si es que no fueron derechamente partidarios de la impunidad y emplearon instituciones inaplicables en Derecho para estos juicios, como la amnistía o la prescripción.
Por cierto, el juez Solís jubila sin haber llegado al más alto tribunal. Pero las agrupaciones de derechos humanos y muchos miles de familiares de las víctimas a lo largo del país le recordaran como uno de aquellos jueces ejemplares en defensa de los derechos fundamentales de la persona humana.
Necesario hablar de estos temas en un tiempo como el nuestro inducido desde las alturas a la tentación del olvido, a borrar la memoria, ignorando que no hay presente estable ni futuro en paz si no se restaña las heridas del doloroso pasado.
La realidad sin embargo se encarga de revertir esa siniestra tendencia. Uno de los últimos fallos del propio juez Solís nos recuerda que no debe haber ni perdón ni olvido ante tanto horror. Que no podemos aceptar impunidad para quienes mataron, torturaron o hicieron desaparecer a miles de chilenas y chilenos por el solo hecho de creer que se puede construir un Chile diferente.
Esa sentencia de diciembre procesa a 13 ex agentes de la DINA por el homicidio de 20 personas cometidos en los primeros meses de 1975.Entre ellos está el coronel (R) Marcelo Moren Brito. Este oficial de ejército es sin duda uno de los más desquiciados verdugos, valiente y agresivo frente a prisioneros indefensos, vendados y atados. Recordemos que a los detenidos a su cargo solía arrancarle los dientes con un alicate o pasar con un vehículo motorizado por sobre sus cuerpos hasta triturarlos.
Pero sin duda uno de sus asesinatos más cobardes fue el que cometió contra su propio sobrino, Alan Roberto Bruce Catalán, militante del MIR, estudiante de ingeniería civil de la Universidad Católica de 24 años, padre de un hijo de año y medio y cuya familia había albergado al propio Moren Brito cuando estudiaba en la escuela militar.Fue un camarada de armas suyo, el coronel Maximiliano Ferrer Lima, quien testimonió hace unos años que Moren Brito “ahorcó a su propio sobrino con un alambre y para asegurarse le introdujo enseguida la cabeza en una bolsa de plástico”. Así lo señaló en su tiempo el diario La Nación.
En silencio, solapadamente, se ha ido otorgando beneficio tras beneficio a los criminales que han sido condenados; ni siquiera se informa a tribunales.
¿Porqué gozan de libertad varios que, conforme a la ley y a las sentencias judiciales debieran estar en prisión?
¿Será la fórmula secreta empleada para cumplir promesas electorales que de otro modo no serían posibles? ¿y el Estado de Derecho?
Es más, cuando se intenta trasladar desde el penal Cordillera a Punta Peuco a algunos de los delincuentes, sus abogados levantan la voz y se quejan de este “atropello a los derechos humanos”. Tal sea porque hay diferencias de calidad entre las canchas, piscinas, salas de estar, internet y otras regalías de las que de modo increíble gozan los peores criminales de la historia del país. ¿Y donde queda el principio constitucional de la igualdad ante la ley?
Reviso los últimos informes tanto del Instituto Nacional de Derechos Humanos como de observatorios de algunos centros de estudios. Valiosos sin duda. Sin embargo, no puede dejar de observarse la escasa importancia que asignan a la formidable acción de las agrupaciones nacionales de familiares de las víctimas de la dictadura, sea de detenidos desaparecidos o de ejecutados políticos. Es como si no existieran.
Pretender que lo que se ha avanzado en materia de verdad y justicia es obra del Estado, de los gobiernos democráticos habidos desde la dictadura, es falsear totalmente la verdad.
Lo objetivo, lo que cualesquiera ciudadana o ciudadano puede comprobar es que ha sido la abnegada lucha de los familiares con el apoyo de un pequeño grupo de abogados lo que ha permitido avanzar en materia de derechos humanos, enfrentando los obstáculos de una justicia no siempre dispuesta a castigar los crímenes y menos a reparar a las víctimas, un parlamento indolente y gobiernos más preocupados de evitar fricciones con los institutos armados que de instar por que se haga justicia.
Tan es así que la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos, la AFEP, ha debido presentar esta semana un recurso de protección en contra del subsecretario del Interior Rodrigo Ubilla, quien tiene retenidas en su oficina sin firmarlas cerca de 100 querellas que le fueran entregadas hace ya muchos meses por los abogados del Programa de DDHH del Ministerio del Interior. Sin su firma no pueden presentarse y el concurso del Programa ha sido significativo en el desarrollo de estos procesos. No firmar esos escritos es impunidad.
Estos últimos días han ocurrido en Santiago hechos graves que revelan que el largo brazo de la dictadura no descansa.
En efecto, han sido asaltados los domicilios de 3 destacados periodistas e investigadores : Mauricio Weibel Barahona, corresponsal de la agencia alemana DPA y autor del libro “Asociación Ilícita” que puso en evidencia la relación de los servicios secretos de Pinochet con políticos plenamente vigentes como, por ejemplo, el actual diputado Alberto Cardemil. O Javier Rebolledo, autor del exitoso libro “La danza de los cuervos” que relata el horror del cuartel de la calle Simón Bolívar de la Dina y finalmente Cristóbal Peña, autor del libro “Los Fusileros” sobre el atentado del FPMR al dictador.
Suma y sigue el tema de derechos humanos: la viuda del coronel Huber ha reiterado sus exigencias contra la impunidad del crimen de su esposo que fuera asesinado para acallar el escándalo del contrabando de armas que diera jugosas ganancias al dictador y a otros uniformados.
¿Qué dice de todo esto el ministerio de Justicia? Poco o nada porque mientras escribo estas líneas están ocupados en el cambio de ministro. Fracasado en su empeño de justificar lo injustificable, es decir su relación con Eugenio Díaz en el escándalo que afecta a la Comisión Nacional de Acreditación,el hasta hace poco secretario de Estado Teodoro Ribera fue depuesto de su alto cargo desatando una crisis política. Era el mismo funcionario que, con arrogancia clasista contestó a los periodistas que los que le criticaban por ser ministro y empresario que “entonces busquen bajo los puentes o en el hogar de Cristo”.
En circunstancias como las que vivimos, hace falta y extrañaremos al juez Alejandro Solís. Afortunadamente, hay otros jueces de su capacidad y rectitud. No se impondrá ni la violencia ni la impunidad.