Por estos días se ha conocido a través de los medios de comunicación la apertura de una investigación por parte del Ministerio Público en contra del juez de garantía de Cabrero y de los ministros integrantes de una sala de la Corte de Apelaciones de Concepción, por un supuesto delito de prevaricación cometido con ocasión de la dictación de una resolución de sobreseimiento definitivo que contrarió los intereses de la Fiscalía.
Esta decisión del Ministerio Público, que ha llamado la atención de la opinión pública, tal como expresó el Presidente de la Asociación Nacional de Magistrados no es inédita, pues se suma a otras de similar naturaleza que, en conjunto, dan pie para temer que en ocasiones el ejercicio de la acción penal no obedece únicamente a estrictos criterios técnicos en miras de la realización del derecho penal, sino que incluyen fines extra-procesales de diversa índole, que podrían ir –según el caso- desde la casi pueril necesidad de hacer ver a un juez especialmente exigente “quién es el que manda” a la hora de examinar el accionar de las agencias de persecución penal, hasta el excesivo celo de un órgano que no se resigna a no tener la última palabra en materias jurisdiccionales.
Este temor –que hoy día explicitan los jueces sin ambigüedades- no es únicamente un asunto de los jueces. Lejos de eso, es un asunto ciudadano de primera entidad, a lo menos en dos dimensiones, según espero demostrar con el siguiente ejemplo.
En el año 2009 la Fiscalía de la Serena inició investigación en contra del juez de garantía Juan Carlos Orellana por el delito de prevaricación del artículo 224 N° 3 del Código Penal o bien del artículo 225 N° 3 del mismo texto legal, según pudiera determinarse un obrar con dolo, negligencia o ignorancia inexcusable en el retardo en la administración de justicia.
La conducta que estaba a la base de esta grave imputación se refería –créanlo o no los lectores- a la suspensión de una audiencia de preparación de juicio oral solicitada por la defensa, ante la ausencia de los imputados privados de libertad que no fueron trasladados a la misma por Gendarmería, por omisión de la orden de traslado.
El día anterior la defensa había solicitado al juez presidente del Tribunal, a la sazón el juez Orellana, la suspensión de la audiencia de preparación, por razones relativas a una contingente escasez de defensores. El juez Orellana –que no tenía asignada la audiencia- no accedió a esta solicitud; sin embargo sugirió a la defensa reiterar la petición a primera hora al juez de la causa, de común acuerdo con la Fiscalía.
En la idea de evitar que se trasladara a los imputados innecesariamente, el Juez instruyó al funcionario respectivo para que informara a Gendarmería de esta petición pendiente a fin que no efectuara el traslado, salvo nuevo aviso.
Al día siguiente, no se hizo la gestión de común acuerdo que había previsto el juez, sino que cada interviniente llegó simplemente a la audiencia, pero ante la falta de nueva instrucción, Gendarmería no trasladó a los imputados, por lo que la defensa solicitó la suspensión, petición a la que se allanó el fiscal presente en la audiencia.
Con posterioridad, la Fiscalía inició investigación, pues en sus términos “fue el no traslado de los imputados el verdadero fundamento de suspensión de la audiencia y no el acuerdo de los intervinientes. Hasta ese momento se desconocía, a ciencia cierta, cual o cuales fueron las verdaderas razones que se tuvieron para no trasladar a los imputados, más aún cuando en la práctica llegaron todos y cada uno de los defensores a la audiencia el día siguiente. Lo que en el papel podía interpretarse como una situación transitoria, derivó en un concreto retardo de la administración de justicia en al menos un mes”, tiempo que demoró la llegada de la siguiente fecha para la audiencia, la cual, dicho sea de paso, fue nuevamente suspendida a petición de los intervinientes.
El juez investigado tuvo que soportar una larga investigación, antes de lograr que se dictase el sobreseimiento definitivo de su causa, por no constituir delito los hechos investigados. En el ínterin los costos que tuvo que asumir fueron de variada índole, como es posible suponer: en su carrera, en su prestigio, en su familia, en su autoimagen y, desde luego, en sus finanzas.
Pero no escribo esta nota para enfatizar los costos personales de este juez, y de cada uno de los jueces en particular que pudieren enfrentar situaciones similares, tal como lo hacen hoy los jueces y ministros de la octava región.
Al final del día alguien podría contestarme y con razón que los jueces no pueden estar eximidos per se de ser investigados por ilícitos penales, más aun si son sujetos respecto de los cuales caben tipificaciones especiales en atención a la labor que realizan.
Lo que sostengo es que la inmunidad que debe garantizar el sistema a los inocentes en un estado de derecho debe correr –si no especialmente, también- respecto de los jueces, como una derivación de aquello que Ferrajoli, que nos honra con su presencia por estos días alude como “ese específico derecho fundamental tutelado por el sistema penal que es la inmunidad de la persona no culpable a castigos arbitrarios” y que se encuentra garantizado por la naturaleza cognoscitiva de la jurisdicción penal.
Esta es la primera dimensión en la que acciones como las descritas podrían interesar a todos los ciudadanos, ya que si los agentes de persecución penal son capaces de tomar decisiones de este tipo respecto de jueces, vale la pena preguntarse qué les hace limitarse en relación al resto de los ciudadanos.
La segunda dimensión es probablemente menos relevante, pero no al punto de ser omitida.
El sobreseimiento definitivo que dio la razón al juez condenó al ministerio público al pago de las costas de la causa por estimarse que no tuvo motivo plausible para litigar, las que fueron reguladas en siete millones y medio de pesos. Sumados a los cuatro millones de pesos por concepto de costas resueltas en favor del funcionario que fue investigado a la par del juez por la omisión de la petición de traslado, suman once millones y medio de pesos.
Esta suma de dinero no será pagada por los fiscales que tomaron las decisiones, pues dicha petición fue desestimada por la Corte de Apelaciones de La Serena. Será pagada por el Estado con dinero de todos los chilenos.
La reflexión de fondo que me interesa avanzar es la referida al sistema de controles que requiere una actividad que por su propia naturaleza pone en riesgo los bienes más preciados de la persona humana.
A eso alude la pregunta formulada a modo de título y que pretende provocar una discusión que aparece cada día más urgente: si los fiscales son en algún modo los custodios de la ley, entonces, como se preguntó Juvenal quis custodiet ipsos custodes? : ¿quién custodia a los propios custodios?
Esta actividad consistente en el ejercicio de la acción penal, la persecución penal, en definitiva, la realización del derecho penal es un ejercicio ineludible en un estado de derecho en preservación de la convivencia pacífica, pero el poder que se deposita en los funcionarios ejecutores del programa punitivo estatal debe ser escrupulosamente ejercido bajo sujeción estricta a la ley y en el marco de un proceso que integre los deberes éticos inherentes a la función pública que desarrollan.
En otras palabras, la ley es condición necesaria pero no suficiente a la hora de tomar decisiones que afectan gravemente los derechos de las personas. Cabe sumar al juicio decisorio la exigencia de probidad, que implica que los deberes funcionarios deben desplegarse fiel y lealmente.
Para el análisis que venimos desarrollando ello significa que aparecen inaceptables las motivaciones extra procesales para iniciar y llevar adelante investigaciones carentes de fundamentación técnica.
Nuestra institucionalidad debe buscar la forma, a través de los diseños adecuados, de asegurar el cabal ejercicio de la función de los fiscales del Ministerio Público, de forma tal que no se instauren trabas inmovilizadoras que arriesguen la impunidad, pero que instituyan límites controlables en garantía de los derechos de los ciudadanos.