Con los dantescos ataques terroristas perpetrados en París, surge la necesidad de comprender un fenómeno complejo, con raíces históricas, religiosas y geopolíticas.Con mayor razón cuando desde el mundo occidental priman prejuicios a la hora de analizar el presente. Prima también el desconocimiento de la cultura islámica, especialmente en amplios círculos cristianos, donde el abandono del diálogo interreligioso es un hecho que supone una autocrítica ineludible.
El futuro de la humanidad está ligado al futuro del pueblo musulmán, en cuya tarea hay que redescubrir un desafío común para cristianos, judíos y para el mundo entero. Ello implica volver una mirada llena de admiración a una cultura que tiene mucho que ofrecer a la gran tarea de la justicia, de la paz y de la solidaridad entre los pueblos.
El Estado islámico no es el Islam
Hay que precisar que el Estado islámico no es consecuencia del islamismo, sino la respuesta a pugnas políticas y religiosas de algunos sectores del mundo islámico,radicalizados en la vertiente sunita. En consecuencia, no representan al Islam ni a la rama sunnita del islamismo.
Los musulmanes, en casi 1.400 años de historia, constituyen la segunda agrupación religiosa más numerosa del mundo después de los cristianos, con una población de 1.300 millones de seguidores, que representan el 20% de la población mundial.
Del universo de la población musulmana, el 75% pertenece a la rama de los suníes y el 25% restante son chiíes. Los suníes viven predominantemente en Arabia Saudita, Siria, Omán y en África occidental. Los chiíes, en cambio, se distribuyen preferentemente en Irán, Irak, Barhein y El Líbano. Unos y otros están en toda la geografía del mundo.
Con la muerte de Mahoma sus seguidores se dividieron en tres corrientes: los chiítas, que consideran al yerno y primo de Mahoma (Alí) como su mas legítimo sucesor; los sunitas, que atribuyen tal sucesión al suegro de Mahoma (Abu-Bakr) y los yariyíes, que creen que cualquier musulmán puede alcanzar tal condición.La potestad de Alí es la del primer imán del islamismo y la de Abu-Bakr es la del primer califa.
El califa es el sucesor de Mahoma, a quien se le confiere el liderazgo político y religioso. Si para los sunitas Abu-Bakr es el sucesor natural de Mahoma, para los chiítas, Alí fue elegido por el propio profeta como su sucesor. Queda así en evidencia la pugna histórica que divide a chiítas y sunitas.
En la historia del islamismo existe una sucesión de seis califatos, donde se alternaron chiíes y suníes. El primer califato surgió con la muerte de Mahoma en el año 632 y se extendió hasta el año 1924 con el Califato Otomano, donde se desarrolló el extenso y duradero Imperio Otomano.
Este último, al cabo de 625 años fue abolido en 1923, como consecuencia de múltiples divisiones territoriales, que culminaron con la creación de la República de Turquía, al término de la Primera Guerra Mundial. Con el establecimiento del Estado de Turquía, en el año 1924 se abolió constitucionalmente el Califato Otomano, ocurriendo así la extinción de la milenaria institución del califato.
Noventa años después, en 2014 un grupo sunita, desmembrado de Al Qaeda y del Estado Islámico de Irak, se autoproclamó como el Califato del Estado Islámico, tomando como capitales a las ciudades de Al Raqa en Siria y de Faluya en Irak. De esta forma, el Estado Islámico –sin ser un Estado reconocido internacionalmente–ha pretendido establecer soberanía nominalmente en los territorios de Siria e Irak.
Siguiendo una estrategia proselitista y de propaganda, el Estado Islámico se ha difundido como un grupo terrorista insurgente, de naturaleza fundamentalista y seguidores de la yihad islámica. La yihad es una obligación religiosa de los musulmanes, cuyos seguidores (los muyahidines)asumen el decreto religioso de extender la ley de Dios, incluso mediante la guerra santa de ser necesario, idea acogida especialmente en círculos intelectuales suníes.
Como una cuestión decisiva, el Estado Islámico introdujo elementos de la escatología coránica, que anticiparían los últimos tiempos. Ello, en virtud de una interpretación apocalíptica y mítica de enseñanzas referidas al mismo profeta Mahoma, conocidas como hadices.
Se introduce así la creencia de una gran batalla entre los ejércitos de Roma y los guerreros del Islam, que se libraría en una ciudad que el Estado Islámico ha identificado como Dabiq. Ésta se ubica al norte de Siria en la frontera con Turquía. Cabe precisar que en la cultura islámica, Roma refiere al mundo occidental, en cuanto identifica la geografía del antiguo Imperio Romano.
La interpretación de aquel hadiz musulmán habla de una horda que despliega 80 banderas en la ciudad de Dabiq, donde la victoria queda asegurada para los seguidores del Islam. Con esa epopeya mesiánica los seguidores del Estado Islámico promueven su llamada universal a alistarse en las filas de un ejército, cuyo emblema son las banderas negras que despliegan en sus campañas.
Apegados a esta visión escatológica, el Estado Islámico tomó posesión de la ciudad de Dabiq en agosto de 2014, convirtiéndola en un bastión militar y defensivo, donde esperan la invasión de Siria por parte de las fuerzas aliadas de EEUU y Europa, ahora unidas con Rusia.
Responsabilidad política del mundo occidental
La reconfiguración de la geografía política del mundo islámico, a partir de la caída del Imperio Otomano, cambió radicalmente los elementos básicos que daban identidad a su cultura, como son la unión indisoluble entre lo religioso y lo político.
El establecimiento de nuevos estados como Siria e Irak–impuestos por Francia y Gran Bretaña al término de la Primera Guerra Mundial–ha sido fuente permanente de fricciones internas en el mundo islámico. En igual sentido, la creación del Estado de Israel, al término de la Segunda Guerra Mundial, unida al abandono del pueblo Palestino,ha instalado otra fuente de permanente conflicto geopolítico en la zona.
La política exterior de EEUU y sus aliados, con claros intereses estratégicos asociados al control del petróleo, han agudizado la arista política de un conflicto histórico. Las intervenciones de EEUU en Irán, en Afganistán y en Irak potenciaron la violencia con el uso de una fuerza militar sin contrapeso, provocando condiciones de elevada inestabilidad política y social.
Los efectos en la población civil inocente han sido devastadores, con escasos logros militares y geopolíticos, mientras el uso desproporcionado de la fuerza militar ha potenciado el desarrollo del terrorismo como una respuesta estratégica.
En ese contexto, la Primavera Árabe, alentada por occidente, significó una desestabilización política de grandes proporciones, que terminó potenciando la violencia y la guerra civil, especialmente en Siria, donde Bashar al Asad consiguió resistir a los insurgentes.
Este hecho ha resultado determinante para la configuración del Estado Islámico, especialmente porque la política exterior norteamericana financió a grupos insurgentes que luchaban contra la dictadura de Bashar al Asad, creando vacíos de poder que fueron aprovechados por los creadores del Estado Islámico.
Además de los efectos directos del terrorismo del Estado Islámico sobre la población civil, está el aumento de la población de desplazados que abandonan sus hogares y sus países, especialmente de Siria, presionando el flujo migratorio hacia Europa. En esto el terrorismo de Boko Haram, que actúa en el norte de Nigeria, y que reconoce al Estado Islámico, presiona el proceso migratorio hacia el mediterráneo.
Es evidente que los atentados ocurridos recientemente en París han provocado un cambio fundamental en el eje de la geopolítica mundial.
Mientras la respuesta de los Estados europeos apunta a atacar organizadamente al Estado Islámico, la estrategia del ISIS apunta a islamizar una causa que encuentra creciente acogida en sectores juveniles, nacidos y formados en la sociedad del bienestar europeo.
Cuando la perplejidad se ha instalado globalmente y el uso de la fuerza militar se encuentra activo, cunde la tentación por animar peligrosos nacionalismos, así como conculcar las libertades individuales y sociales bajo la justificación preventiva del terrorismo, así como desalentar los procesos de acogida a los desplazados, o despertar injusta hostilidad hacia el mundo islámico.
Paralelamente, la industria armamentista encuentra un escenario propicio para probar y evaluar la capacidad bélica de sus artefactos, así como los analistas dimensionan la capacidad militar de los Estados involucrados en una aventura militar cuyos efectos son impredecibles.
Mientras los instigadores de la guerra hacen lo propio, los ciudadanos del mundo contemplan pasivos la evolución de un conflicto previsible y esperado. Sin embargo, hoy más que nunca, hay necesidad de despertar a un protagonismo inclusivo, donde las grandes religiones monoteístas están llamadas a jugar una tarea insustituible.
Las interrogantes sobran y las respuestas esperan, sobre todo con actitudes y gestos de voluntad globales que permitan reconstruir confianzas profundamente heridas en el curso de la historia.