El secuestro y asesinato de 43 estudiantes en México, condenados a morir cruelmente a manos de sicarios de un cartel de narcotraficantes; jóvenes que además fueron entregados para ser ultimados y destruidos sus cuerpos por el alcalde de la localidad de Iguala y su esposa, constituye uno de los crímenes más terribles del último periodo, en una etapa de la humanidad ya suficientemente convulsionada por hechos atroces.
Ahora bien, esta violencia criminal ha desnudado una crisis de credibilidad hacia el sistema institucional en México, cuyos efectos y repercusiones están horadando la gobernabilidad democrática en ese país hermano.
El descontento de la sociedad ha irrumpido con una fuerza y rebeldía que expresan la profundidad que ha alcanzado la inseguridad y la incertidumbre, en un país en que las bandas de narcos arrasan con cuanta persona se interponga en sus brutales designios.
Las víctimas que se cuentan por decenas de miles claman justicia ante un Estado inepto, sobrepasado y con la sospecha además que altos jerarcas civiles y los cuerpos policiales están más que permeados por los inmensos sobornos que genera el negocio del narcotráfico.
Se ha configurado una situación sumamente grave. Un Estado impotente y una ciudadanía que ya no cree ni confía en el sistema político. Los escándalos de corrupción no hacen más que ahondar y agudizar este escenario de alta conflictividad.
Como si lo anterior no fuera suficiente para estimular a que el liderazgo político adoptara medidas de emergencia que, al menos mostraran sensibilidad ante el drama ocurrido, en una decisión totalmente desafortunada el Presidente de la República se ausentó de la nación con destino a China, priorizando contactos internacionales -por mucha cumbre que fuera- que han sido entendidos como una muestra de frialdad e indiferencia ante el drama que vive México.
Los efectos de esta crisis de credibilidad se manifestaron en movilizaciones que devinieron en hechos violentos que agravan una situación que por momentos se ve sin alternativas efectivas de solución.
La ineptitud del Estado ante el terror del narcotráfico se está volviendo un factor que socava y deteriora las propias bases del Estado de derecho, y desgasta hondamente la vida de las personas y sus familias, haciendo de la democracia un concepto vacío, sin contenido real ni sentido práctico en la existencia cotidiana.
El descrédito es la consecuencia de un Estado democrático que no fue capaz de someter a tiempo la amenaza del narcotráfico. Amplios sectores de opinión ya no podrán dejar de pensar que es en el propio Estado donde se ubican la residencia o los contactos que explican el porqué no hay una respuesta contundente desde la autoridad estatal al escenario de desenfreno criminal que se ha coagulado en la nación mexicana.
Por ello, no quisiera ser fatalista, pero la crisis en México conlleva riesgos de una potencialidad letal para el régimen democrático. A mi entender, el primer paso es la desarticulación de las bandas criminales y una lucha a fondo que enfrente la corrupción, la que encubre y explica la debilidad del Estado en el combate al crimen organizado.
En definitiva, la democracia será viable si las autoridades con su acción práctica demuestran que no están contaminadas, y si el sistema político es capaz de sacudirse de la certeza de muchos acerca que la criminalidad de los narcos se ha comprado la impunidad, sobornando a las más altas esferas.
El Estado de derecho debe sobreponerse urgentemente. No hay término medio, las bandas terroristas que imponen la ley de la selva deben ser desarticuladas. El futuro de la democracia está en juego.