El resultado de las elecciones al Parlamento Europeo ha dejado tocado a los partidos que durante décadas se han turnado en los gobiernos de los países socios de la UE.
La entrada en escena de agrupaciones que han captado el voto de los descontentos y que responden a opciones que oscilan entre la extrema derecha – xenófoba y racista – y la izquierda que ya no confía en los de la élite socialista ni en los herederos del comunismo, ha puesto en alerta a los partidos que se han venido repartiendo cuotas de poder.
En Francia, Dinamarca, Holanda y Grecia, por ejemplo, los nacionalismos más agresivos con el extranjero o con creencias religiosas que consideran enemigas del Occidente han conseguido aumentar su presencia en el Parlamento Europeo. Sin pecar de agorero, de no mediar un cambio en el modo de hacer política de los partidos tradicionales es posible que esa derecha visceral y hasta cavernaria llegue a gobernar tarde o temprano. No es broma.
En España, donde la ultra derecha no pincha ni corta, la irrupción del movimiento de izquierda PODEMOS, heredero de las protestas del 15 de mayo, provocó un terremoto que ha obligado a los líderes de los dos principales partidos-Popular y PSOE- a revisar las razones de la millonaria pérdida de votos y el escaso interés de los ciudadanos a la hora de votar.
El sociólogo Pablo Iglesias, conocido hasta hace unos meses por su aparición en programas de debate en diferentes medios, en los que fustigaba a políticos de diferentes signos por su ineficacia a la hora de encontrar soluciones a la crisis, por los recortes generalizados, por la corrupción, por el aumento de la pobreza o por el desempleo, entre otros, se ha transformado en el principal protagonista de la debacle electoral.
Candidato por la Izquierda Unitaria Europea a la presidencia del Parlamento Europeo, Iglesias se ha convertido en blanco de las críticas más furibundas de cierta clase política española acostumbrada a la alternancia. Tanta agresividad no sorprende. PODEMOS, desconocida o infravalorada, se embolsó casi sin propaganda, un millón cien mil votos. Un bombazo.
A menos de un año para las elecciones autonómicas y municipales, este grupo podría imponerse en cientos de ayuntamientos españoles.
Desde la derecha a Pablo Iglesias se le acusa de demagogo, de retórico, de incapaz de construir una alternativa creíble, de inspirarse en el castrismo, de recibir dinero del gobierno de Venezuela o de estar al lado de la banda terrorista ETA. El líder emergente se ha apresurado a desmentir estas acusaciones y anuncia que se querellará contra aquellos que lo difaman. En los debates saltan chispas.
La izquierda ha evitado caer en descalificaciones y para no aupar a un nuevo mito que les pueda hacer sombra prefieren poner en orden sus respectivas casas, que harta falta hace.
Conscientes del avance de lo que consideran postulados populistas, del desgaste que ha supuesto para las instituciones la larga crisis, unido a la corrupción que enloda a casi la totalidad de las formaciones políticas españolas, los líderes políticos han movido ficha para recuperar la credibilidad perdida.
Se habla de “regeneración democrática de las instituciones”. Por ejemplo, elección directa de alcaldes, reducir al mínimo el número de aforados (en España se bate el record…nada menos que unos diez mil ) o de mayor transparencia en la financiación de los partidos ( caldo de cultivo para la corrupción). Son asuntos que los ciudadanos exigen.
Paralelamente, los partidos de centro e izquierda se han apresurado a cambiar los rostros de sus líderes. Los socialistas eligen estos días al nuevo secretario general, tras la renuncia de Pérez Rubalcaba. Dos militantes relativamente jóvenes se disputan el cargo. Izquierda Unida ya cuenta con un dirigente aún veinteañero que se encargará de unir a las diversas corrientes de la agrupación y tender puentes con otras fuerzas, como Podemos.
El objetivo de esta nueva generación de líderes deberá ser un nuevo proyecto político que no prometa paraísos inexistentes. Un proyecto que se sustente en la participación ciudadana y que responda a los problemas acuciantes que amenazan la estabilidad de un país y el crédito de sus instituciones.
Los ciudadanos piden cambios que requieren tiempo y razón. Los partidos políticos tienen un reto complejo, difícil, que exige sensatez y el esfuerzo de todos.