La actual situación política de Venezuela no deja de empeorar. Las masivas protestas estudiantiles, iniciadas el pasado 4 de febrero en contra del gobierno de Nicolás Maduro, sucesor del fallecido presidente Hugo Chávez, principalmente debido al descontento por la inseguridad urbana y la excesiva concentración de poder, y su correlativa respuesta represiva, han dejado ya un saldo de 14 muertos, 140 heridos y alrededor de 600 detenidos.
Entre los detenidos se cuenta uno de los principales líderes de la oposición, el economista Leopoldo López, quien está recluido en una prisión militar, a la espera de ser juzgado como presunto “instigador” de estas movilizaciones.
A esto se suma el cierre de medios de comunicación, entre ellos de la cadena televisiva norteamericana CNN, y la agresión a periodistas, que han sido objeto del más frontal repudio de ONG’s internacionales como Reporteros sin Fronteras y Human Rights Watch.
En medio de este clima de profunda hostilidad entre gobierno y oposición, se han pronunciado las más diversas autoridades internacionales, como los secretarios generales de la ONU y OEA, y últimamente el Papa Francisco, haciendo un llamado a la paz y al diálogo entre los actores políticos y sociales.
También se han manifestado distintos líderes políticos y destacadas figuras del mundo del espectáculo y de la cultura, ya sea a favor o en contra del hoy cuestionado gobierno de la denominada “revolución bolivariana”.
Mientras los líderes y partidarios de la derecha, la democracia cristiana y parte importante de la izquierda socialdemócrata, acusan al gobierno venezolano de estar violando los derechos humanos, especialmente la libertad de pensamiento y de expresión, ciertos personeros y adherentes de la izquierda más tradicional (por no decir ortodoxa) acusan a las movilizaciones opositoras de estar promoviendo una desestabilización para justificar un golpe de Estado, que contaría con el apoyo del gobierno de Estados Unidos.
Incluso, han comparado la dramática situación del país caribeño con la de Chile en los últimos meses previos al golpe militar de 1973.
Ahora bien, todo este cúmulo de acusaciones mutuas, con ocasión de la crisis política de Venezuela, nos muestra un grave problema que todavía no hemos superado, cual es el ignominioso trastoque ideológico de ciertos valores políticos esenciales para una convivencia civilizada, como la democracia, la libertad, la igualdad o los derechos humanos.
Una alteración conceptual que, una vez más, nos expone al serio riesgo de esforzarnos por una “felicidad futura” diametralmente opuesta a la vida digna o justa que, con la mejor de nuestras intenciones, aspiramos como sociedad.
Por un lado, tenemos a ciertos personeros latinoamericanos de la derecha, particularmente chilena, que al mismo tiempo que condenan las violaciones a los derechos humanos en un país distinto del suyo, como Venezuela, siguen encubriendo, negando o, peor aún, justificando los crímenes de lesa humanidad cometidos en sus propios países durante las dictaduras militares, que ellos mismos apoyaron y a las que incluso sirvieron, basándose en un sinnúmero de falsas e infundadas excusas en nombre de una pretendida “guerra antisubversiva” y el “restablecimiento del orden”.
¿Cuáles son, entonces, los derechos humanos que defienden estos personeros del mundo conservador?
¿Solamente aquellos que se vinculan más directamente con los derechos de propiedad y de libre empresa?
¿O acaso creen que las víctimas de atropellos a los derechos humanos son únicamente aquellos que no pertenezcan a la izquierda ni al mundo anticlerical?
Por otro lado, está la actitud desmemoriada (o, mejor dicho, oportunista) de algunos personeros y partidarios de la izquierda más tradicional, que habiendo sufrido en carne propia la censura, la represión policial y el encarcelamiento arbitrario durante las dictaduras fascistas, como las de Argentina, Brasil, Chile o Uruguay, incurren en la misma aberración de sus contrarios: encubrir, negar o, peor aún, justificar los abusos del gobierno venezolano, y también recurriendo a falsas e infundadas excusas, como la de un pretendido adoctrinamiento de los opositores en la Casa Blanca y el Pentágono, o que las movilizaciones buscan una intervención militar apoyada por el gobierno norteamericano de Barack Obama.
Otros, más refinados, justifican la represión política del régimen chavista, basándose en los supuestos “progresos sociales” de dicha administración en materia de igualdad social y redistribución de la riqueza, contrastándolos con las aberrantes desigualdades sociales, el alto número de personas que viven bajo la extrema pobreza y la acumulación y concentración del capital financiero en el resto de los países “neoliberales” de la región. Utilizando aquí el viejo subterfugio de la izquierda autoritaria: “qué importa la ausencia de libertad mientras todos coman pan”.
Se trata del clásico trastoque ideológico de la izquierda autoritaria, que como bien dice el gran escritor francés Albert Camus, confunde el valor universal de la libertad –de la que todos los seres humanos precisamos para vivir como tales- con la “libertad burguesa” o arbitrio de los capitalistas, despreciando de este modo la libertad en sí queriendo despreciar la “libertad burguesa”.
Por su parte, nadie discute que los gobiernos de la “revolución bolivariana” de Venezuela han sido elegidos democráticamente, así como también parece evidente que la mejor salida para esta crisis, justamente para mantener a salvo la democracia, es la de un referéndum, que ojalá cuente con el mayor consenso posible de todas las fuerzas políticas y los actores sociales.
Sin embargo, cuando decimos que queremos “mantener a salvo la democracia”, ¿qué queremos decir exactamente? ¿Qué clase de democracia es la que realmente pretendemos salvar?
Sobre este punto, la crisis política de Venezuela abre un interesante debate sobre las concepciones de la democracia, no sólo para ese país, sino para todo el orbe latinoamericano.Porque claramente no existe una sola concepción de la democracia, sino varias, al menos desde hace dos siglos.
Si convenimos con Raymond Aron (otro gran escritor político francés) que la democracia, en su sentido más genérico, es “la organización de la competencia pacífica con miras al ejercicio del poder”, es porque la democracia no solamente se nutre de elecciones periódicas entre las distintas fuerzas políticas (partidos o facciones) que compiten por el poder, sino que requiere de un mínimo de libertades políticas y derechos fundamentales, entre los que se cuenta la libertad de pensamiento y de expresión como garantía institucional del sistema democrático.
En otras palabras, sin libertades políticas y derechos fundamentales, la competencia pacífica por el ejercicio del poder no existe o derechamente es falsa.
Porque tal como nos lo recuerda el gran jurista italiano Luigi Ferrajoli, fue a partir de la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, que la democracia ya no se perfila únicamente por la voluntad o regla de la mayoría en los procedimientos formales de creación normativa, la denominada “democracia formal”, sino también por los derechos fundamentales sobre los cuales la mayoría no decide, por cuanto nos pertenecen a todos y no solamente a quienes eligieron a los gobernantes que triunfaron en las pasadas elecciones o que triunfarán en las próximas.
De esta forma, los derechos humanos se constituyen como la esfera de lo indecidible, abriendo paso a una “dimensión sustancial de la democracia”, cuya justificación última radica en la garantía de los derechos fundamentales, tanto de libertad personal y política como de asistencia social.
Por lo tanto, la gran pregunta a la que debe responder el debate latinoamericano sobre la democracia no es cuál es “la verdadera democracia” (“burguesa” o “popular”), sino qué concepción de la democracia es la más conveniente para nuestros pueblos latinoamericanos como garantía de los derechos fundamentales, con toda la igualdad, libertad y pluralismo que ellos implican.
Garantía que no sólo debemos establecer contra los excesos de los gobernantes, sino contra todo exceso de poder: sea estatal o privado.
Porque la extensa sombra de las dictaduras que aqueja a nuestros pueblos latinoamericanos no ha emanado precisamente de la “tiranía de las mayorías”, como aconteció en la Europa anterior a la Segunda Guerra Mundial, sino del poder desmesurado de aquellas minorías oligárquicas –los “poderes salvajes”, como los denomina Ferrajoli-, frente a los cuales también es preciso establecer contrapesos constitucionales.
¿Y para qué estos contrapesos? Para hacer de la protección de los derechos humanos –la “dimensión sustancial de la democracia”- una garantía de libertad, igualdad y pluralismo de la que todos seamos tributarios, y no una mera “libertad burguesa” refugiada en el trastoque ideológico de una democracia puramente formal, expuesta a los vaivenes del autoritarismo de las viejas oligarquías o de la falsa promesa redentora del caudillismo autoritario.