La renuncia del Papa fue una sorpresa universal. Por lo inusitado del gesto y por los motivos que aduce el Pontífice: falta de fuerzas físicas y espirituales para desempeñar el cargo, sobre todo cuando se plantean nuevos desafíos a la Iglesia en un mundo cambiante.
Todo ello ocurrió como el rayo que cayó esa noche sobre la cúpula de San Pedro, mientras en la Curia Romana se suceden las rencillas y las filtraciones ilegales de documentos comprometedores y se debate sobre la forma en que debe ser dirigido el IOR (banco vaticano) y la persona que debe desempeñar ese cargo. Para no hablar de los escándalos de pedofilia que – en palabras de Benedicto XVI – han tenido el impacto de un volcán en erupción que ha sacado a la luz lo más oscuro hasta cubrir el firmamento.
¿Qué significado atribuirle al gesto del Papa? Esa es la interrogante que atraviesa los comentarios de la prensa mundial. Más allá de reconocer su honestidad, su valentía y su desprendimiento del poder, ¿esta renuncia está llamada a sentar un precedente duradero o, pasada la tormenta, la institución volverá a “la normalidad” de los Papas vitalicios?
¿Es una medida revolucionaria, si reconocemos a estos procesos la capacidad de generar una nueva normativa, sorteando los peligros de las reacciones a favor de la restauración del viejo orden?
Imposible dar una respuesta definitiva tratándose de una institución tan compleja y con una memoria histórica tan larga como la Iglesia.
¿Quién iba a pensar que cuando visitando L´Aquila el Papa dejó su palio sobre la tumba del Papa Celestino V estaba presagiando la posibilidad de su renuncia? Celestino V fue un monje que duró poco como Papa. También dimitió del cargo.
Pero incluso sin proponérselo, tal vez el gesto de Benedicto XVI esté llamado a producir cambios de modernización en la estructura de la Iglesia. El Papado no tiene por qué estar definido como un reflejo espiritual de lo que ocurría con los emperadores romanos, también ellos elegidos en forma vitalicia. Tal vez se aplique de ahora en adelante al Papado una regla análoga al límite de edad que rige desde el Concilio Vaticano II para los Obispos, evitando así que se produzcan aquellos períodos, a veces prolongados, en que los Papas ya ancianos o enfermos pierden el control de la Curia y los Cardenales gobiernan sin contrapeso.
Así sucedió con Paulo VI y con Juan Pablo II. Sería deseable que la designación para ser Papa tuviera también un límite de edad para su ejercicio. Se asemejaría más a una magistratura moderna, sin perder nada de su importancia religiosa, y seguramente ayudaría a la unidad de los cristianos. El propio Benedicto XVI ha afirmado que no hay que mirar al Papa como un oráculo infalible.
En todo caso de ahora en adelante ya no será un tabú la renuncia de un Papa y le será difícil a un sucesor del actual que caiga en condiciones similares de salud y edad, mantenerse en su cargo, con lo cual se evitaría la autonomía de la Curia durante las postrimerías de cada papado.
Pero el tema más desafiante es saber cómo el próximo Cónclave va a enfrentar no sólo la reforma de la Curia, sino sobre todo los nuevos desafíos que el mundo actual le coloca a la Iglesia en temas teológicos, éticos y pastorales. Es la globalización que toca a las puertas de Roma.
¿Habrá llegado el momento de un Papa no europeo o todavía la Iglesia se siente más segura dentro de las fronteras de Europa, por muy influida que esté por corrientes laicas?
Hay que recordar que durante las invasiones bárbaras y un tiempo posterior, el cristianismo tuvo su impulso más renovador en el norte de África y que no faltaron obispos de ese continente que fueron a evangelizar a Europa, como recuerda la notable Iglesia románica de San Zeno de Verona.
¿Por qué no podría Roma recoger la nueva fuerza de las Iglesias de África, Medio Oriente o Asia, para no hablar de América Latina que se encuentra en un lugar culturalmente más próximo? Recuerdo la sorpresa en Roma cuando nombraron Papa al Cardenal Wojtyla de Polonia, un país detrás de la “cortina de hierro”. ¿No son acaso los límites de la cultura europea otra suerte de “cortina ideológica” que resultaría oportuno sobrepasar para que en el mundo global, que tiene en el Pacífico su nuevo centro, tengan mayoría de edad otras mentalidades y culturas en la Iglesia?
Los debates dentro del cristianismo occidental desde hace años están girando sobre los mismos ejes y sus resultados no son fecundos. Todo pareciera rotar en torno a la vieja cuestión de la Escuela estoica de la existencia de una ley natural inmutable, inscrita en la naturaleza humana, válida para todos en todo lugar, en Roma como en Atenas, que sería capaz de entregar respuestas unívocas frente a los nuevos desafíos de la ciencia y los cambios del comportamiento humano.
¿No parece, a veces, la bioética reducirse a ese punto? ¿Es la Iglesia la custodia de esa ley o bien, con las angustias y esperanzas de todos, debe iluminar la conciencia plural de las sociedades actuales con un mensaje más simple y exigente: amar al prójimo, compadecerse con el afligido y evitar el daño a los demás? Pensarse como guardiana de esa ley puede empobrecer su misión y desfigurar su mensaje.
El Papa actual, un teólogo notable, por formación y mentalidad razona dentro de los cánones culturales europeos y particularmente de la filosofía alemana. Se afana por señalar que hay una “racionalidad verdadera” que se desprendería de los grandes filósofos griegos, válida para creyentes y no creyentes, y busca dar nueva vida a la síntesis entre esa filosofía clásica y la fe cristiana, recurriendo a los Padres de la Iglesia, a San Agustín y Santo Tomás.
Me pregunto si un Papa proveniente de la India o de la China, por ejemplo, no enfrentaría los desafíos nuevos a los cuales se refiere Benedicto XVI en su renuncia, en una clave cultural diferente, sin tantas mediaciones filosóficas, pudiendo de esa manera llegar en forma más directa a la gente y, en especial, a las nuevas generaciones, carentes como están hoy de referencias políticas y morales claras.
El principal problema no es el relativismo ni el laicismo, sino la anomia, la falta de referencias trascendentes. Y la solución no está en volver todos al antiguo redil, cosa del todo impracticable en un mundo culturalmente plural, sino en aceptar que como le decía Jesús Nicodemo, para renacer hay que dejarse llevar por el espíritu que sopla como el viento, no sabemos ni de dónde viene ni a dónde nos lleva. No es la seguridad de la ley la que salva. Lo sabía bien San Pablo. Ese rigor de la ley puede dar origen a la hipocresía religiosa a la cual se refirió el Papa ayer. Lo que vale es el espíritu venga de donde venga.
Nada serio podemos adelantar de los resultados del próximo Cónclave. Todos los electores han sido nombrados durante los dos últimos pontificados. Pero cuando el poder de decisión pasa a un cuerpo colegiado proveniente de los cinco continentes, sacudida como está la Iglesia por el gesto valiente del Papa que sigue dando claves para interpretar su renuncia, todo es posible.
Una cosa sí es urgente: dar pasos audaces de mayor transparencia en el funcionamiento de la Iglesia en todo orden de cosas. Si no hay nada que ocultar, por qué entonces no buscar mayor claridad en la conducción de la Iglesia, sobre todo frente a una opinión pública cada vez más desconfiada de los poderes opacos.
Es lo que parece esperar el Papa como consecuencia de su dimisión, decidida en conciencia ante Dios, y seguramente por ello el pueblo cristiano le demuestra simpatía y gratitud a la hora de su despedida.