Muamar el Gadafi, murió solitario, como ha ocurrido con otros dictadores que gozaron de poderes omnímodos, en el desierto de Sirte después de 217 días de resistencia.
Las investigaciones, si las hay, dirán que las fuerzas de la OTAN ametrallaron desde el aire el convoy con que trataba de salir de su último refugio y que los milicianos lo torturaron salvajemente, sin piedad, y lo asesinaron con un balazo en la frente.
Su suerte estaba escrita. Gadafi no saldría con vida de la sublevación líbia y de la operación militar de la OTAN. Había tentado el asilo y viejos líderes africanos a los cuales Gadafi había ayudado generosamente, bajo la presión de Occidente, se lo negaron.
Era un personaje incómodo y podía transformar un eventual juicio en la Corte Penal Internacional en una tribuna política para denunciar y enjuiciar a sus antiguos amigos-enemigos occidentales y develar trazos de la historia, de los líderes, de las guerras, de los grupos terroristas y de los ejércitos. De los chantajes y los innumerables negocios del petróleo.
Gadafi sabía demasiado, tenía un enorme sentido de la espectacularidad y del manejo de los medios, era riquísimo y había gobernado por 42 años. No era posible dejarlo vivo.
Gadafi cae como efecto de la primavera árabe que rápidamente incorpora a una parte del pueblo libio, de los jóvenes, que se rebelan, pero muere en una guerra decidida y planificada hasta en sus más mínimos detalles fuera de Libia. Esa es una diferencia clave con Egipto y Túnez y con la suerte que allí corrieron los dictadores y sus familias.
Pero el Gadafi que cae en Sirte, era ya solo un simulacro de aquel joven abogado y oficial, con breves estudios en Inglaterra, de aquel árabe panafricano fascinante que adhirió tempranamente a las ideas de Nasser. Ese que encabezó la revolución que derrocó al Rey Idris, instaló la República Árabe de Libia, unió a los clanes y tribus para construir por primera vez un Estado.
Gadafi era ya un espectro de aquel hombre que quiso ser el sucesor de Nasser en el mundo árabe y de Tito y Nerhu en el Movimiento de los No alineados. De aquel líder que había convertido a Trípoli en la meca de los movimientos revolucionarios más diversos y que pregonaba un “socialismo” herético y autónomo. Ya a esta altura, no quedaba nada.
El poder total lo había endiosado, lo había enloquecido, la Jamahiriya o Estado de Masas, era él y su clan familiar, convertido todo en una feroz autocracia represiva recubierta de nacionalismo y que se encaminaba a un tipo de monarquía con otro nombre.
Sin embargo, la desaparición de Gadafi no resuelve todos los problemas. Hay una gran incertidumbre sobre lo que ocurrirá internamente cuando finalmente las fuerzas militares de la OTAN abandonen Libia.
Puede desatarse una guerra civil subterránea, cruel, sin prisioneros, entre las Tribus de Bengasi que levantaron la lucha y las de Trípoli y de Sirte que, apoyaron a Gadafi porque había compartido el poder y los privilegios del petróleo.
Libia carece de una sociedad civil donde apoyarse para construir prontamente una democracia institucional. Ha sido una colonia por siglos, desde los antiguos romanos a los turcos hasta la conquista de los italianos.
Un grupo de tribus sin ligámenes históricos, ni tradiciones culturales comunes, más allá de la forzada unidad de los 42 años del poder de Gadafi. Europa y EEUU intervinieron militarmente en Libia, y no en Egipto o en Siria, por el poder petrolífero, por la cercanía con Europa, porque vieron la posibilidad final de deshacerse de un aliado en el cual no confiaban.
Por ello, no sorprende la preocupación de los aliados occidentales frente a la decisión del Consejo Nacional de Transición, encabezado por el moderado Mustafá Abdelil Jalil, de instalar como primera medida, después de la muerte de Gadafi, la vigencia de la Sharia, de la ley islámica, como el fundamento de todas las leyes, y de anular toda la legislación precedente más bien laica.
Es cierto que el Consejo Nacional de Transición es dominado por los musulmanes moderados y por ex hombres del antiguo régimen que se desligaron tempranamente de Gadafi al inicio de la revuelta. Pero los círculos de Al Qaeda ya pregonan que ganarán las elecciones y llaman a constituir la República Democrática Islámica junto a Egipto y a Túnez.
Europa y Obama tienen el deber de cautelar, más que los negocios de las empresas que ansían volver a controlar plenamente el petróleo en Libia, los derechos humanos, las libertades, y de ayudar, con todos los instrumentos de paz y de presión que posee la comunidad internacional. Deben vigilar el proceso de instalación de un régimen democrático en Libia.
Que nadie extrañe la dictadura exhibicionista de Gadafi depende de este empeño de Occidente para instalar democracia más que neocolonialismo.
Con la muerte de Gadafi por tanto, no nace una nueva Libia, hay un largo camino por recorrer. Pero es una oportunidad única e histórica para este pueblo.