El año 2000 no sólo inauguró un nuevo siglo, sino que además abrió la puerta a un nuevo mileno.
Llevados por el entusiasmo que se levantó a la caída del Muro de Berlín (noviembre de 1989) y el fin de la Guerra Fría, los Jefes de Estado y de Gobierno americanos, reunidos en la Tercera Cumbre Hemisférica en Québec (abril de 2001), anunciaron que el siglo XXI sería “El siglo de las Américas”.
En dicha reunión acordaron una “Cláusula Democrática”, cuyo objeto era consolidar el orden democrático existente en ese momento en 34 de los 35 Estados americanos , e instruyeron al Consejo Permanente de la OEA redactar, sobre esa base, una Carta Democrática, esto es, un verdadero estatuto que rigiera en adelante las relaciones entre los países del continente.
Nadie podía en ese entonces suponer que la Carta, concebida como uno de los pilares del “siglo de las Américas”, vería la luz el mismo día y a la misma hora en que la situación mundial cambiaría de tal manera, que haría inviable el propósito señalado.
En efecto, mientras los Cancilleres reunidos en Lima ponían su firma en el documento, en Nueva York, Washington y Pennsylvania tenían lugar los atentados que todos conocemos y que hicieron que los Estados Unidos modificaran por completo su agenda internacional, enviando posteriormente sus tropas a Irak y Afganistán, donde se encuentran combatiendo hasta el día de hoy.
En adelante, sus intereses ya no estarían puestos en el continente americano.
Pero la coincidencia en la fecha permitió que nuestros países, a diferencia de los demás países del mundo, se dieran este estatuto, que para la mayoría de nuestras naciones tiene un valor jurídico indiscutible, mientras para una minoría de los mismos es de carácter meramente político.
Dejando de lado la discusión jurídica, ¿ha tenido la Carta Democrática una incidencia directa en la preservación del orden democrático en nuestro Hemisferio?
Indudablemente. La sentencia, contenida en su artículo primero, “los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla” ha obrado con fuerza en varias coyunturas difíciles en los diez años transcurridos desde su firma: Venezuela, Haití, Bolivia, Ecuador, Honduras, para nombrar las más relevantes.
Cuenta Albino Gómez, un escritor y diplomático argentino, que el 18 de agosto de 1961 el Presidente Frondizi recibió inesperadamente la noticia de que el Comandante Ernesto Ché Guevara estaba por llegar a Buenos Aires, proveniente de Uruguay.
Guevara quería conversar con Frondizi y éste decidió concederle una entrevista corriendo el riesgo de generar una crisis con los altos mandos de las Fuerzas Armadas argentinas.
En efecto, terminada la cita, los comandantes en Jefe y los jefes del Estado Mayor se reunieron con el Presidente “para pedirle explicaciones acerca de la visita de Ernesto Guevara”.
El objetivo de la reunión “era la renuncia del Presidente”, escribe Albino Gómez, no obstante ser la posición política de Frondizi reconocidamente distinta de la del “Ché”. Seis meses más tarde, el Presidente fue derrocado por las Fuerzas Armadas.
Algo así es impensable en América, hoy.
Los militares golpistas serían aislados instantáneamente por la comunidad de los países americanos, como ocurrió recientemente en Honduras, donde hasta los Estados Unidos se unieron en la condena de un golpe de Estado contra un Presidente que públicamente los adversaba.
En las relaciones humanas nada es más fuerte que la palabra.
En la palabra radica también la fuerza de la Carta Democrática Interamericana, cuyo 10º Aniversario se celebra hoy en Valparaíso, con la concurrencia de las 34 naciones firmantes.