Al ver la extensa cobertura de los medios de comunicación al avance de los rebeldes libios sobre Trípoli, así como las portadas de los principales diarios del mundo celebrando la virtual caída del dictador Muammar Gaddafi uno no puede dejar de preguntarse qué hace de Gaddafi una figura tan emblemática.
¿Por qué la especial algarabía por ver desaparecer al sanguinario tirano libio? ¿Qué lo hace diferente del brutal régimen sirio de Bashar Al Assad?
¿Qué encarna Gaddafi que no encarnan ni siquiera terroristas tan brutales como el jeque Nasrallah de Hezbolá en El Líbano o los líderes del grupo fundamentalista palestino Hamas?
Seguramente muchos frente a estas preguntas aventurarán que Libia –a diferencia de Siria por ejemplo- es crítica en el abastecimiento de petróleo para Occidente, y de allí que se respiré con cierto alivio al ver que se puede recuperar el control sobre tan valioso recurso.
Otros esbozarán la tesis que recoge un columnista de la revista Foreign Policy en orden a que la caída de Gaddafi envía una potente señal al resto del mundo árabe, un verdadero “shock eléctrico” que revitaliza la primavera árabe cuyas semillas (con la honrosa excepción de Siria) se comenzaron a secar con la llegada del verano en esas latitudes.
No faltarán quienes argumenten –aunque esto ciertamente no explica el júbilo- que el triunfo de los rebeldes con apoyo de la OTAN y con EEUU asumiendo como alguna vez dijo Obama “el liderazgo desde atrás”, reivindica la estrategia de Europa y EEUU de cara al propio mundo árabe.
En fin, podría mencionar varias tesis más que ya están dando vuelta en las redes sociales, y en las páginas editoriales y de opinión de todo el mundo, sin embargo prefiero compartir una tesis propia.
Muammar Gaddafi, al igual que ocurrió en su momento con Osama Bin Laden, no es sino una diabólica criatura creada tanto por acción, como por omisión por las mismas democracias occidentales que hoy quieren verlo desaparecer, como una forma de encubrir sus propios pecados.
Al igual que en un computador hay quienes creen que la caída de Gaddafi es como apretar simultáneamente las teclas Ctrl + Alt + Supr y borrar la errada política exterior de muchos países.
En efecto, Gaddafi creció y se alimentó de la falta de coherencia y consistencia valórica de Occidente.
Eso le permitió camaleónicamente sobrevivir 42 largos años, abusando de su pueblo, desestabilizando al Medio Oriente y -porqué no decirlo- patrocinando e inspirando las más alevosas formas de terrorismo ante la indolencia de quienes hoy quieren verlo desaparecer.
Quizás nadie lo recuerde hoy pero la famosa y antigua novela de Dominique Lapierre y Larry Collins “El Quinto Jinete del Apocalipsis” en la cual terroristas islámicos colocan un artefacto nuclear en Nueva York, escrita antes que siquiera se conociera de la existencia de Bin Laden y a pocos años de la Revolución Iraní- tenía por protagonista a Gaddafi.
El era quien en su mente febril – se consideraba a sí mismo descendiente directo del profeta Mahoma y decía estar investido de la misión divina de destruir al estado judío de Israel- buscaba cometer el más horrible atentado terrorista que en ese entonces la ficción podía concebir.
Gaddafi fue un fundamentalista islámico –pese a su carácter secular- cuando aún no existía lo que hoy entendemos por fundamentalista islámico. En su extremismo perfeccionó el arte de morir por una causa, haciendo olvidar como vivir por una causa.
Su fundamentalismo lo convirtió en un ser inestable haciendo imposible prever el curso de su política o intentar ajustarla a acuerdos o negociaciones.
Atendido su fanatismo y poder financiero, el mundo lo miró con recelo, pero al mismo tiempo intentó tener con él relaciones normales, obviando el apoyo libio al terrorismo.
Un buen ejemplo de la forma viciosa en que occidente se relacionó con Gaddafi fue el atentado terrorista al vuelo N°103 de la aerolínea Pan Am el 21 de diciembre de 1988.
En aquella ocasión funcionarios de los servicios de inteligencia de Libia colocaron explosivos en un avión Boeing 747 que despegó del Aeropuerto de Heathrow en Londres con destino al aeropuerto Kennedy de Nueva York, explotando en el aire sobre la localidad de Lockerbie, en Escocia, y matando a 259 personas entre pasajeros y tripulación, así como a 11 residentes de Lockerbie.
Una vez que las investigaciones concluyeron que detrás de este horrible ataque terrorista se encontraba el hoy virtualmente derrocado dictador libio Muammar Gaddafi, tanto la Unión Europea, como Estados Unidos y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas impusieron severas sanciones a Libia, entre ellas el embargo de armas y aéreo (Resolución del Consejo de Seguridad 748 de 1992); el congelamiento de fondos de Libia y la prohibición de venta de equipos relacionados con su industria petrolera (Resolución 883 de 1993)
Sin embargo a poco andar, en su política titubeante y obsecuente –la misma que hoy increíblemente aplican con Irán-, la Unión Europea en 1999 levantó las sanciones impuestas contra Libia. El resto del mundo paulatinamente fue haciendo lo propio.
El poder financiero de Gaddafi y los intereses económicos de Occidente nuevamente pesaron más que los principios y Gaddafi pudo reincorporarse en plenitud a los diversos foros multilaterales, obviando el magnicidio de Lockerbie entre otros.
Su presencia cada septiembre en la Asamblea General de las Naciones Unidas se transformó en algo casi pintoresco ya que instalaba su carpa beduina en pleno Manhattan y a ella desfilaban los más diversos líderes mundiales.
Ni siquiera nuestra entonces Presidenta Michelle Bachelet escapó al protocolar saludo del sanguinario terrorista que se vestía con ropajes democráticos obtenidos en una oscura negociación con las potencias del mundo occidental y los países europeos.
La verdad es que Gaddafi debió caer mucho antes, sin embargo ante la mirada pusilánime del mundo participó de la Internacional Socialista, desfiló por las Naciones Unidas e integró el Consejo de Derechos Humanos de dicha organización.
Sí, tal como lee. Libia presidida por un despiadado criminal que no ha titubeado en masacrar ahora a su propio pueblo incluso presidió en un período el Consejo de Derechos Humanos.
Por ello no debe extrañar que hoy tantos celebren al ver como un dictador cuya figura representó como pocos la hipocresía de Occidente, caiga a manos de grupos rebeldes de incierto futuro.
Como en cualquier computador en el cual uno puede borrar todo apretando simultáneamente tres teclas, Ctrl + Alt + Supr, muchos líderes mundiales que en ocasiones atacaron a Gaddafi y en otras lo abrazaron y, muchos medios de comunicación que fueron incapaces de desnudar el actuar hipócrita de sus propios países frente a Gaddafi, ven hoy con especial alivió su caída.
Creen que así borran el pasado: Ctrl + Alt + Supr.