La violencia ejercida por la Dictadura Militar no sólo significó la inauguración de un proceso de destrucción de la institucionalidad educativa heredada de la historia republicana del país, sino también la generación de las condiciones que permitieron la creación de una nueva institucionalidad, basada en los principios del mercado y el lucro. Hoy, si bien se ha avanzado en la recuperación de los principios de la educación pública en el sistema educativo, es necesario seguir profundizando ese camino por la vía de una nueva Constitución.
La institucionalidad impuesta en Dictadura comenzó en la educación superior con la Ley General de Universidades de 1981 y en la educación escolar con la municipalización, siendo la LOCE de 1989 –cuya continuidad se advierte en la LGE de 2006– la piedra angular de la mercantilización del sistema educativo en su conjunto.
A más de treinta años de la aplicación de la Ley General de Universidades y de la municipalización de la educación escolar, es preciso afirmar que el programa de descentralización de la Dictadura –que no fue sino una estrategia de privatización– significó un verdadero golpe en contra de la educación pública.
Esta afirmación se sustenta en el hecho de que tanto el autofinanciamiento que se impuso a las universidades del Estado –por el cual las instituciones debieron “arancelizar” sus carreras–, como la definición del financiamiento de la educación escolar a través de vouchers, corrompieron el carácter público del sistema educativo, ya que, en primer lugar, transformaron a las instituciones estatales en agentes del mercado; luego, impusieron lógicas de la administración privada a las instituciones públicas y, finalmente, obligaron al Estado a comportarse subsidiariamente respecto de sí mismo, en la medida en que el establecimiento de un trato preferente por parte del Estado hacia las instituciones de su propiedad se conceptualizó como una acción de suyo ilegítima.
Sin embargo, la discontinuidad más clara que inicia la Dictadura respecto de la tradición republicana de la educación chilena, se inició antes, con la Constitución Política de 1980.
En ella puede observarse que el Estado no reconoce en todos los niveles de la educación un interés nacional y, por tanto, no garantiza desde sus propios organismos la necesidad que la población tiene de educarse.
En base a ello, el Estado transfirió paulatinamente su función educadora a los “particulares”, lo que significó reducir la responsabilidad estatal en materia educativa a la entrega de un servicio de “última instancia”, tal como aconseja el principio de subsidiariedad. Fue a través de este principio que el régimen cívico militar consolidó la pretensión neoliberal de transformar a los individuos (eufemismo para designar a los capitalistas) en el motor del desarrollo educacional del país, quitándole ese rol al Estado.
Adicionalmente, en la Constitución Política de 1980 el régimen de Pinochet tradujo a una clave neoliberal la idea de libertad de enseñanza presente en buena parte de la historia de la educación chilena, interpretándola nada más que como la libertad de vender y comprar educación.
Así definida y fundamentada la libertad de enseñanza, se obligó al Estado a dejar espacio para la expresión de la llamada iniciativa privada, lo que es posible sólo a partir de su repliegue. De ahí que, sometido a los principios que la actual Constitución Política le impone, el Estado no aliente ni se proponga la creación de un Sistema Nacional de Educación de carácter gratuito y financiamiento fiscal, y que se empeñe además en subordinar la educación pública a la privada.
Considerando estas consecuencias de la mercantilización de la educación y teniendo presente el actual proceso de reformas, no podemos dejar de plantear que la educación debe ser reconocida por la nueva Constitución Política como una necesidad de interés nacional, cuya satisfacción ha de ser una responsabilidad eminentemente estatal.
Para ello el Estado necesita contar con una educación pública vigorosa y que sea referente del sistema educacional. Esta pretensión, a pesar de la Constitución Política que nos rige, ha logrado expresarse gracias a la reciente Ley de Inclusión, ya que a través de ella se han comenzado a extender en todo el sector privado subvencionado tres características fundamentales de la educación pública, como son el no lucrar, no seleccionar y no cobrar.
Profundizando este camino por la vía de la nueva Constitución y, por lo tanto de la definición de un nuevo Estado, se abre una posibilidad cierta de que la educación en su conjunto represente los intereses y necesidades de la inmensa mayoría de la población. De lo contrario, si no logramos que el nuevo Estado se ponga al servicio de dichos intereses y necesidades, manteniendo una institucionalidad educativa cuyo referente siga siendo la educación privada, los intereses que tanto en el sistema educacional como en la sociedad predominen serán también privados.