Existe entre los padres la penosa percepción de estar perdiendo el ascendiente de autoridad sobre sus hijos, percepción que es reforzada por las opiniones apocalípticas de los profesores y de la comunidad en general. Frente a esta situación, los padres se defienden argumentando que “ nadie les enseña a ser padres” y que los niños y adolescentes actuales se han transformado en tiranos de sus mayores, hábiles en desafiarles y a la vez someterles a sus caprichos.
Esta nueva construcción social de un “niño-empoderado” contra toda autoridad era sostenida apasionadamente por un especialista en familia en un programa televisivo español hace unos días, quien advertía que si los padres continuaban “ mostrándose débiles”, sus hijos acabarían sometiéndolos y transformándoles en marionetas sin poder sobre ellos.
Y hace dos años vimos en un programa de TV chileno a una especialista en psicología infantil forzar a una pequeña de 3 años a obedecerle a través de una actitud amenazante para mostrar a sus padres que “con esta autoridad firme no podrá manipularlos”.
¿Tienen razón estos especialistas en preparar a los padres a reforzar su autoridad para detener el avance de una nueva “raza” de niños y adolescentes inmanejables?Estamos en absoluto desacuerdo y abrigamos un profundo temor: que “la búsqueda de una solución contribuya a empeorar el problema”, simplemente porque el pretendido problema – los nuevos niños inmanejables e inmunes a la autoridad – no sólo es una falacia, sino que parece provenir de la pérdida, por parte de los padres y de los adultos en general, del verdadero sentido de la autoridad.
En otras palabras, el problema no son los niños, pretendidos “victimarios”, sino quienes son sus educadores (padres, maestros y otros adultos) y que aparecen como las víctimas.
En nuestros libros – Educar las Emociones, Educar para la Vida y Las Emociones van a la Escuela, el Corazón También Aprende ,entre otros – hemos planteado un cambio de mirada sobre la autoridad de padres y maestros, pero esta propuesta genera en muchos de ellos el temor a mostrar un flanco débil que aumente el poder desafiante de los niños y adolescentes. En otras palabras, el miedo les lleva a aferrarse a su modelo de autoridad sin percatarse que no es verdadera autoridad, es simple ejercicio de poder.
Facundo Ponce de León, uruguayo, PH. D. en Filosofía, cuya tesis doctoral abordó el concepto filosófico de autoridad y analizó la obra de Hannah Arendt, nos ha proporcionado a través de su libro “Autoridad y Poder” una plataforma sobre la cual mostrar nuestra visión de un problema inexistente y señalar algunas vías para cambiar la mirada antes que cobre existencia y sea de verdad un fenómeno devastador.
Sostiene el filósofo uruguayo que, a diferencia de lo que se estima habitualmente, no hay individuos que sean una autoridad para otros;lo que hay son personas que logran captar y transmitir la estructura temporal que da sentido a las cosas y están quienes les reconocen esa capacidad de dar sentido.
El sentido apunta a religar las cosas con la historia en la que se insertan.“Hacerse cargo de un mundo que se les entrega y planificar un mundo que quieren legar.”
En esta perspectiva, padres y maestros no son autoridad, viven acontecimientos de autoridad “centelleantes y fulgurantes” que se apagan con prontitud pero que no son constantes. Adosar a alguien una autoridad constante sería desmerecer el sentido que porta la autoridad. En esta perspectiva, padres y maestros serían “depositarios momentáneos del acaecimiento de sentido”. Si sólo hay órdenes y obediencia, entonces no hay autoridad, hay apenas una imposición, sostiene el filósofo.
La tesis de Ponce de León nos parece extraordinariamente lúcida para mostrar que los “niños-tiranos”,detentadores de un poder cruel que ejercen desautorizando, desobedeciendo, desafiando, transgrediendo, no existen como la encarnación de un nuevo mal social; ellos son apenas el reflejo de una concepción de autoridad adulto- niño errónea, sustentada en el control y la obediencia, siendo esta última la legitimación de ese control que traduce el ejercicio del poder.
Y el poder destruye la autoridad como acontecimiento de autoridad sobre la vida de un niño, es decir, como ser en un determinado momento quien “hace posible ver las cosas con los ojos de otro sin dejar de ser uno mismo”. Padre, maestro, educador, viven un acontecimiento de autoridad que se inserta en la trama de la historia de ese niño; la certeza de ser protagonista de un acontecimiento de autoridad les permite comprender y aceptar que representan un papel transitorio en una trama vital donde el otro está adquiriendo sentido.
Autoridad como apertura y no como cierre a la autonomía del otro.
Padres y educadores deben conocer las fronteras de esos “acontecimientos de autoridad” y aceptar su condición efímera y a la vez duradera.Los primeros cinco años de la vida se es autoridad para proteger al párvulo en su afán de explorar y conocer pero sin limitar su libertad; para acompañarle en la titánica tarea de colocar cauce al caudaloso río del miedo, único modo de aceptar que hay un mundo –con-sentido en el cual es preciso sumergirse para conocerlo.
Ese cauce se llama confianza y se construye a través de actos de amor. Pero cuando ese niño tiene ocho o nueve años, es otro el acontecimiento de autoridad que el desarrollo infantil plantea al adulto; ahora se trata de cultivar en ese niño el arte de la reflexión como camino al sentido; de acompañarle en la construcción de una cosmovisión y mostrarle cómo colocar en su interior el coraje, el tesón, la perseverancia, la capacidad de luchar por un objetivo trascendente.
Y si ese niño ya es un adolescente, el acontecimiento de autoridad esencial será el alejarse gradualmente, desvanecerse como “autoridad” pero sin desaparecer como interlocutor válido en el círculo de la confianza, acompañando en forma tenue al adolescente en su tránsito hacia la autodeterminación y la libertad responsable.
Y desde que ese niño comienza a asomarse al mundo hasta que ya cree conocerlo, el acontecimiento de autoridad constante, atemporal, habrá sido construir en su interior el valor humano primordial e inclaudicable: el respeto por la dignidad del otro.
En todos estos “acontecimientos de autoridad” no hay espacio para el ejercicio del poder, representado por el someter, el imponer la obediencia y el uso del castigo como recurso supremo de ese poder.
Cuando padres y educadores acepten que son protagonistas de “acontecimientos de autoridad” y se decidan a vivirlos junto a niños y adolescentes, podrán comprobar que el avance implacable de esa horda de niños “bárbaros” era apenas una pesadilla en sus mentes, y que bastaba con aprender que los niños no están aquí para ser sometidos, sino para ser liberados.