Ya resulta reiterativo y tedioso afirmar que Chile necesita cambios y políticas para una situación más igualitaria de los ingresos. Las nociones de deuda social, crecimiento con distribución, desarrollo con inclusión o integración, y otros, han estado en la discursividad de estos últimos 25 años.
Ellas suelen sacar la cabeza sobre la superficie en tiempos de elecciones presidenciales, de encuestas CASEN, de algún informe de la OCDE o de las periódicas catástrofes “naturales”.Todas ellas ponen más al desnudo las diferencias socio-económicas del país, marcadas no solo por la pobreza sino también por la “extrema riqueza”.
Ha estado de moda afirmar que la opción de los pobres y frente a la desigualdad, es que aquellos aumentan su “capital humano” propio, que “inviertan” en ellos mismos.Pero sabemos que sin una acción pública reestructurante la educación reproduce la desigualdad heredada.
Adicionalmente, esa eventual formación de capital humano de los sectores de menores ingresos, solo puede realizarse si se encuentra con una estructura de empleo que permite que ese mayor potencial de productividad se pueda concretar en trabajos calificados. Pero la estructura chilena de empleo ya ha sido criticada por la enorme cantidad de empleos de baja calificación y la falta de una política sustantiva que cambie la matriz productiva asentada en buena parte en una estructura exportadora de escaso valor agregado, basada en la renta de recursos y condiciones naturales.
Y aun cuando esta estructura de empleo fuese mejor, la desigualdad no disminuiría si en esos mejores empleos, con mayor productividad, los trabajadores no tuviesen capacidad de que se transforme en mejores salarios relativos, lo que tiene que ver con las condiciones de negociación y de poder que puedan tener.
Aun con lo complejo de lo anterior, ello es solo una parte del problema total, pues tampoco podrá haber más igualdad sino se actúa sobre la impresionante concentración de activos económicos: empresas, tierra, financieros que sigue teniendo lugar en Chile; si no se actúa sobre un sistema tributario regresivo; si no se actúa sobre la forma concentrada de los mercados que permite la extracción de excedente desde las pequeñas empresas hacia las grandes y la precariedad de los trabajadores de las primeras; sino se actúa sobre discriminaciones de clase, de apellido, étnicas, de género y de lugar.
Actuar sobre todo ello, imposible de esquivar si se quiere producir igualdad, es cambiar orientaciones centrales del estilo de desarrollo.
Ello no es fácil, pues también son parte de la realidad otros “datos duros”. Para el liberalismo radical, que modeló la economía chilena “desde arriba” a partir de 1975, la igualdad no es un objetivo buscado. Al contrario, ve en la preocupación por ella la fundamentación de políticas distributivas que detienen el crecimiento y a lo cual denomina, sin mucha sutileza, populismo.
Aun más, la desigualdad es vista positivamente como fuente de esfuerzo individual para alcanzar a los que están más arriba; la emulación de la riqueza como fuente del emprendimiento.
Para tener un discurso en “lo social” contrapuso la búsqueda de mayor igualdad con la superación de la pobreza, pues lo primero llevaba al estancamiento y con ello a más pobres, y lo segundo significa crear el mejor clima a los empresarios que así crearán empleo.
La preocupación proviene solo cuando grados altos de desigualdad parecen estar a la base de movilizaciones y de futuras y amenazantes inestabilidades que pueden poner todo el sistema en cuestión.
La mirada fría de los últimos 3 a 4 decenios de la historia económica nacional debe hacernos concluir que más allá de discursos y promesas, el crecimiento ha estado asentado en la desigualdad. Esta no ha sido una anomalía, sino una condición y una resultante del tipo de expansión económica de Chile.
Esta expansión no puede explicarse al margen de la privatización de la economía, de la inmensa cantidad de capitales acumulados y concentrados, de la consolidación de “grupos económicos”, de la oligopolización de innumerables mercados, de la gran presencia del capital extranjero. La mayor política social de los decenios más recientes, posible por los mayores recursos estatales de la propia expansión económica, solo ha logrado evitar que la desigualdad de ingresos crezca aún más.
Por tanto, asumido en serio, el cambio de esa desigualdad instalada en la anatomía y fisiología del funcionamiento de la economía chilena supone actuar sobre factores en buen grado intocados en las propuestas de mayor igualdad que por ello se transforman en retórica y velan sus causas mayores.
Intervenir en serio sobre la desigualdad no es por ello cuestión de “buena onda”, buscando no producir efecto en la sensibilidad epidérmica de grupos que se opondrán a ello por principio y por intereses; porque saben que una mayor igualdad real produciría remezones mayores a la forma en que ha funcionado la economía y la sociedad.
Dado el poder de dichos grupos en el mercado, en el manejo del capital, en el sistema político, en los medios de comunicación, en el imaginario medroso a crear frente a no importa cual política igualitaria, toda reforma sustantiva solo puede provenir y sostenerse desde una gran base social y política.