Dentro del andamiaje conceptual, legal e institucional que conforma el orden público económico chileno, un componente central lo constituye el DL 600 “Estatuto de la Inversión Extranjera” promulgado en los inicios de la dictadura militar (1974).
Dicho cuerpo legal ha sido la principal puerta de entrada de las inversiones extranjeras en todas las áreas, principalmente la minera, donde los inversionistas extranjeros que ingresen capitales solicitan suscribir un contrato de inversión extranjera con el Estado de Chile.Este contrato establece derechos y obligaciones para ambas partes y no puede ser modificado ni dejado sin efecto unilateralmente por ninguna de ellas. Es lo que en doctrina se denomina “contrato ley” que genera derechos resguardados bajo el poderoso manto del derecho de propiedad consagrado en la Constitución del 80.
Entre las muchas ventajas que tiene para el inversionista está la de que podrá optar por un régimen de invariabilidad tributaria, por su parte el Estado de Chile renuncia a parte de su soberanía nacional frente al inversionista, limitándose como autoridad pública.
En otras palabras, se consagra la discriminación arbitraria en favor de un pequeño número de inversionistas – pueden ser extranjeros o chilenos domiciliados en el extranjero – en desmedro de los emprendedores nacionales. Más simple aun, ni el almacén de la esquina de mi casa puede tener los beneficios tributarios y garantías estatales que tienen la inversión foránea. Todo eso a cambio de muy poco, solamente que ingresen capitales al país.
La dictadura militar tuvo muy presente el proceso de nacionalización del cobre al promulgar el DL 600 y a través de este cuerpo legal quiso congraciarse con el gran capital extranjero que miraba con mucho recelo la inversión en Chile.
La Concertación – en lo medular – mantuvo el DL 600, al permitirle ingresar capital fresco a la economía chilena, asumiendo el complejo de no ser incriminados como estatistas y ser acusados de no modernizar la economía frente al proceso de globalización, incluyendo el capital internacional.
Análisis aparte merecen las asesorías, negociados o procesos de lobby por mantener un sistema que ha significado el ingreso de más de US$82.000.000.000 a la fecha. Es mucho dinero para no tentar a la débil naturaleza humana y que, por lo tanto, cualquier flujo de dicho capital requeriría severos sistemas de control, fiscalización y equilibrios de poderes en su proceso de ingreso al país.
Actualmente no tiene ninguna justificación política mantener un sistema como el ideado en el DL 600, salvo razones ideológicas fundadas en el neoliberalismo. La principal razón de su mantención es por un fundamentalismo ideológico.
En general, en las economías de otros países no tienen un sistema similar al chileno y claramente en los países de la OECD – con los cuales pretendemos compararnos –no tienen un estatuto de inversión extranjera parecido al DL 600 (la únicas excepciones son Chile y Portugal con regímenes contractuales).
Sin duda se debe tener un estatuto jurídico de la inversión extranjera que promueva el ingreso de recursos al país, pero que incentive proyectos que den valor agregado a la economía chilena, que ingresen tecnología e innovación, nuevos procesos productivos, industrialización, calificación y capacitación del recurso humano nacional, mejoras a los códigos de buenas prácticas laborales, una mayor integración con el medio ambiente y una serie de objetivos estratégicos que se deben definir conforme a un nuevo modelo de desarrollo para Chile.
La derogación del DL 600 y su remplazo por un nuevo estatuto de la inversión extranjera debiera ser una de las grandes reformas impulsadas por un próximo gobierno democrático. Esperemos que las candidaturas a Presidente de la República se pronuncien en esta materia.