El calendario político-social de nuestro país ha asignado, desde hace años, el mes de junio a la discusión en torno al “salario mínimo” y su reajuste anual, que debe ser aprobado por el Parlamento.
Vivimos en una “sociedad salarial”, es decir, estructurada sobre la base del trabajo asalariado, a pesar de todas las transformaciones que ha experimentado, en que los contratos y los acuerdos de trabajo han adoptado modalidades muy diversas y las relaciones laborales tienen un elevado grado de incertidumbre.
Es visible el deterioro de las condiciones laborales en los nuevos empleos, y la inestabilidad es hoy día un rasgo central del trabajo.
Robert Castel acuñó el concepto de “precariado” –versus asalariado- para referirse a la condición que viven actualmente trabajadoras y trabajadores asalariados, a la pérdida de las funciones integradoras del trabajo, a la desregulación y fragilización de la condición salarial, frente a la fortaleza del capital y su capacidad para extraer ganancias exponenciales en el contexto de la economía globalizada y transnacionalizada.
Uno de los compromisos de campaña del Presidente Piñera fue la creación de un millón de nuevos empleos durante su gobierno. De allí la importancia asignada a los datos que arroja trimestralmente la Nueva Encuesta Nacional de Empleo (NENE).
La ironía es que su medición corresponde a todos los y las que obtuvieron remuneración por al menos un día trabajado durante la semana anterior a la encuesta, es decir, ignora las condiciones de trabajo y la precariedad de los empleos creados, muy lejanas al “trabajo decente” establecido como estándar a alcanzar por la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
Aunque se señala la existencia de contratos, no se especifica su calidad, tampoco se informa el porcentaje de sindicalizados/as en esos nuevos empleos, ni de negociaciones colectivas que los vayan a proteger.
El país enfrenta una enorme paradoja: se crean empleos, pero en condiciones de gran precariedad –una elevada proporción son por cuenta propia, y el salario mínimo, cuando es el único ingreso familiar, deja bajo la línea de pobreza a miles de hogares, en gran proporción, encabezados por mujeres.
En 2005, el Obispo Goic pidió un “salario ético” de $ 250.000 que el Presidente Piñera tradujo en su campaña como “ingreso ético familiar”. Sus políticas para materializarlo olvidaron totalmente el sentido de justicia social que tenía la idea del salario ético, es decir, ser una remuneración justa por el trabajo realizado, que permita vivir con dignidad, y asistimos, entonces, a la proliferación de bonos para las familias más pobres, algunos condicionados (estudios de los hijos, controles de salud al día, etc.), y casi todos, una nueva carga sobre los hombros de las mujeres, como si fueran las únicas responsables del bienestar familiar en esos sectores.
Este año la discusión se da con un país sensibilizado y alerta frente al aumento de las desigualdades, al deterioro de la capacidad adquisitiva de los ingresos y a las enormes utilidades que muestran los bancos y las grandes empresas, incluidas las que administran los fondos de pensiones de chilenos y chilenas.
El gobierno no ha conversado con la dirigencia sindical y por el contrario, intenta instalar la amenaza de la crisis económica mundial sobre los empleos, de modo de contener la presión por un mejor salario mínimo.
Todo indica que el deseable “sueldo ético” o “sueldo digno”, no será alcanzado bajo esta administración, con el argumento de que ganar $ 191.000 es mejor que estar cesante.Tampoco que sea posible en el corto o mediano plazo.
Mientras, se seguirá apostando por la precarización laboral (flexibilidad, reza el eufemismo), el aporte gratuito del trabajo y el tiempo de las mujeres en las tareas reproductivas y de cuidado, la lluvia de bonos sociales, sin importar el incremento de las desigualdades, el deterioro de la convivencia nacional, la acumulación del resentimiento y la percepción de abandono y exclusión de sectores mayoritarios, un verdadero “precariado” en expansión.