Hablando de reforma tributaria, pensaré en una que sube los impuestos y que, además de recaudar, propone mayor equidad en el país. Está claro que existen diferentes argumentos o posiciones para apoyarla y, lógicamente, muchos más para contrariarla.
Es cierto que, en general, los argumentos expuestos tienen fundamentos teóricos válidos económicamente, además de una noción positiva de lo que buscamos como sociedad al recaudar impuestos. Lo que no es para nada claro, es por qué cada postura se plantea como la única cierta, como si fuera blanco o negro, mientras que en la economía nada es así.
Los resultados de una reforma tributaria dependerán de las condiciones previas de la economía, de las circunstancias, los horizontes, la profundidad de esta, entre otros.
No es lo mismo una reforma en Chile que en Finlandia, ni una en un país en crecimiento que otra en uno en crisis. Tampoco es lo mismo querer hacer los cambios en un año o en ocho, y así podríamos seguir eternamente. Lo realmente importante es iniciar lo que probablemente sea uno de los cambios estructurales más importantes para Chile en los últimos años.
¿Cuál es el principal argumento en contra de un aumento de impuestos? Que los retornos de los proyectos de inversión serían menores, los empresarios tendrían menos incentivos, y el país podría rebajar sus tasas de crecimiento.
Pero por otro lado, se entiende que los recursos recaudados los gasta el Estado, por lo que la posible baja en crecimiento por menor inversión se podría contrarrestar, en parte, por el aumento del gasto público; y si, además, entrega bienes públicos (definido como aquellos bienes ‘colectivos’ y cuyo uso y disfrute puede ser por cualquier ciudadano sin distinción) que la sociedad valora, el bienestar podría, incluso, ser mayor que si esos recursos se gastaran en bienes privados.
Se entiende también que no sirve de nada repartir una torta que no crece. Y por eso, la preocupación por mayor emprendimiento, el incentivo a la inversión y la productividad, son fundamentales, y se debe gastar parte de los recursos en ello.
Lo que no se entiende es que no podamos “caminar y mascar chicle al mismo tiempo”.
Es decir, que no nos podamos preocupar de crecer, y al mismo tiempo, de recaudar una mayor cantidad de recursos para satisfacer las necesidades que el país demanda cuando ve que existen las posibilidades.
Y esto se vuelve más difícil de comprender cuando vemos la historia reciente del país, y el momento en que se pretende hacer esta reforma. Recordemos que durante los 90s, en dos oportunidades, se subieron los impuestos y el país creció como nunca en esos tiempos, recuperando la brecha de productividad de 20 años previos, donde en términos reales se decreció.
Actualmente, el gobierno que tiene en el tapete una reforma tributaria, es el mismo gobierno que ha promovido efusivamente reformas microeconómicas con el fin de mejorar la competitividad del país. Y propone la reforma, precisamente, en un periodo en que crecemos al 6%, con una agenda de Impulso Competitivo que aún se está ejecutando.
Con esto quiero decir que se puede. Se puede crecer; se puede fomentar la productividad; se puede generar mayor nivel de riqueza y, al mismo tiempo, se puede tener un Estado con mayores recursos, que permita entregar los bienes que como país, dentro del club de los ricos del mundo, necesitamos.
Además, las mayores demandas sociales que requieren de aumento de recursos son: educación (capital humano), salud (bienestar) y obras de infraestructura pública (capital físico), y no podemos obviar que las mejoras en estas áreas van directamente dirigidas a optimizar la productividad del país y a generar mayor crecimiento.
¿Por qué ahora? Es ahora cuando el país tiene un ingreso superior a los 15.000 dólares; es ahora cuando el cobre se encuentra relativamente estable en 3,8 dólares la libra; es ahora cuando demandas justas por mucho tiempo son factibles.
Tampoco nadie (o nadie relativamente serio) pide que sea instantáneo, que se lleguen a niveles de recaudación draconianas, sino que, por lo menos, nos acerquemos a la carga fiscal del 26% que tiene el promedio de la OECD, y que dejemos el 17% actual que existe desde que el país tenía un producto que era menos de la mitad del que hay ahora.
Quizás (y lamentablemente) haya que entender que quienes se oponen con mayor fuerza a una reforma tributaria, en las circunstancias actuales y en el tono en que está planteada, no lo hacen por tan loables motivos como los que enuncian, sino que, tan sólo, por la defensa de sus propios intereses.