La contingencia hace necesario abordar la importancia de mejorar nuestras políticas económicas de desarrollo regional, un problema tan estructural para el país como la educación.
Desde hace mucho, pero particularmente desde que vivo hace unos meses en Londres, me he preguntado porqué un país como Inglaterra -ubicado a una latitud equivalente a la que existe entre Aysén y Punta Arenas- se cuenta entre las economías más desarrolladas del mundo mientras nuestras regiones australes son un desalentador contraste.
Ni la distancia, clima, recursos naturales, ni mucho menos, la magnitud del territorio diferencia las condiciones de nuestras regiones más aisladas con economías altamente desarrolladas como los países nórdicos, o un porcentaje no despreciable de Estados Unidos o la misma Inglaterra.
No se trata que la Patagonia deba tener a Noruega como punto de comparación, pero al menos sugiere que sus condiciones geográficas no son suficiente explicación para los bajos niveles de desarrollo que presenta en comparación con otras regiones centrales de Chile.
¿Qué explica entonces esta brecha entre regiones de un mismo país?
Diversos estudios coinciden en que la inversión pública es el gran catalizador del desarrollo regional, como lo ha sido en el caso de los países de la OECD (ver Buser, 2011), Estados Unidos (Lall y Yilmaz, 2010), o de España que experimentó un proceso de regionalización casi sin precedentes entre los años sesenta y noventa (Maudos y otros, 1998).
Así, pareciera que nuestro problema para que exista un auténtico proceso de regionalización se encuentra en los niveles de inversión pública en regiones; sin embargo, algunos criterios de rentabilidad social dejan a las regiones aisladas casi por definición fuera de las grandes inversiones públicas. ¿Las razones? Principalmente dos.
La primera, la falta de una política pública que apunte hacia una “convergencia regional, esto significa inversiones públicas que operen como factor atenuante de las desventajas naturales que tienen las regiones aisladas en relación al centro del país.
Por el contrario, hoy en día medimos la inversión pública en regiones a partir del impacto per cápita de cada peso invertido, resultando siempre más rentable construir 80 kilómetros de carretera en casi cualquiera de las grandes provincias de Chile, pero que precisamente son los que faltan a Aysén para quedar unido por tierra con el resto del país.
Así también, muchas veces se utiliza como criterio para descartar inversiones en regiones aisladas su densidad poblacional -que en el caso de Aysén es la más baja de Chile con 1 persona por Km2 versus los 450 habitantes por Km2 de la Metropolitana- pero al mismo tiempo no se mide la externalidad negativa que se genera por el hecho que cada año la densidad poblacional de Santiago crezca el equivalente a la densidad poblacional total de la Región de Aysén.
Para qué decir si evaluamos la rentabilidad social según criterios de retorno de la inversión, como el aporte de las regiones al PIB nacional, que en el caso de Aysén es de un 0,4% versus un 43% de la Metropolitana.
Este primer elemento -la falta de una política que apunte a la convergencia regional- probablemente explique por qué regiones como Aysén estén condenadas desde hace mucho a un escuálido presupuesto público.
A modo de ejemplo, en el presupuesto para este año del Fondo Nacional de Desarrollo Regional (FNDR), Aysén participa de un 4% del total y la Metropolitana del triple.
Por su parte, la Ley de Presupuesto no permite estimar cuánto se invertirá en cada región, aunque probablemente las diferencias son muchísimo mayores (baste revisar la cantidad de proyectos de obras públicas para Aysén).
Si realmente buscamos avanzar hacia esto que algunos economistas llaman “convergencia regional”,lo que debiéramos preguntarnos es qué debe hacer el Estado – por ejemplo- para que el tiempo desplazamiento por tierra, por kilómetro recorrido, sea equivalente entre Coyhaique y Puerto Montt al que en promedio nos demoramos por kilómetro recorrido entre Santiago y La Serena.
O bien, qué se requiere para retener y/o atraer capital humano a las regiones australes, como quizá sería la creación en Coyhaique de una Universidad de excelencia mundial en el estudio de recursos naturales y ecos sistemas complejos. Pero nada de aquello calzaría en los criterios con que actualmente medimos la inversión pública en regiones.
Por último, la segunda razón que muchas veces deja a regiones como Aysén fuera de las grandes inversiones públicas, es la ausencia de la evaluación de las llamadas “externalidades de espacio”,que harían socialmente rentables inversiones que para nuestra lógica actual simplemente no son prioritarias.
Si incorporamos las “externalidades de espacio” como criterio para medir la rentabilidad social de la inversión pública, ésta no debiera determinarse según la cantidad de habitantes o contribución al PIB de cada región, si no por el potencial que tienen de crecimiento y que se ve afectado por su aislamiento.
Esto implica generar en dichas regiones, mediante una poderosa inversión pública, condiciones de infraestructura, educación, oportunidades laborales o acceso a la cultura equivalentes a las que existen en regiones centrales, de manera que puedan materializar su potencial de crecimiento.
Una mirada pública que busque hacer converger a las regiones hacia los niveles de desarrollo del resto del país y que, a su vez, incorpore las “externalidades de espacio” como criterio para priorizar la inversión pública en regiones australes, no solo beneficiaría a los actuales habitantes de regiones como Aysén, si no que a todos los chilenos que quieran mejorar su calidad de vida decidiendo vivir en dichas regiones pero cuyo aislamiento hoy en día lo impide.