La base teórica y práctica sobre la que se construye el estudio de los gobiernos societarios de empresas privadas, asume que el actuar tanto de directores, como accionistas, está guiado por el “perverso” lucro; sin embargo, sus intereses no están alineados y estas fuerzas dicotómicas originan el “problema de la agencia”.
Es decir, ambos propenden a proteger sus intereses pues son agentes económicos racionales y por ello, no dilapidan sus recursos, no disponen irracionalmente de sus derechos y pugnan por incrementar su capacidad económica y el valor de su patrimonio.
Esto se aplica tanto a accionistas como a directores, gerentes, ejecutivos principales, controladores, minoritarios, inversionistas institucionales, etc.
A todos ellos, la ley les presume ser “buenos padres de familia” y, como tales se les exige cierto grado de responsabilidad en la administración de la empresa la que, según lo establecido por la ley chilena de sociedades anónimas, implica al menos, evitar la dilapidación del patrimonio, conducirse razonablemente en pos de obtener la mayor rentabilidad posible del negocio y optimizar la valorización económica de la empresa.
Prueba de ello es que la ley de sociedades anónimas establece expresamente que estos son entes “con fines de lucro”.
De lo anterior se concluye -en términos estrictos y legalmente hablando- que en la empresa privada no hay espacio para la beneficencia social; todo debe dirigirse a maximizar la rentabilidad de la inversión hecha por los dueños: los accionistas.
Sin embargo, si damos por verdadero que la función de subsidiariedad orientada al bien común justifica y legitima la intervención del Estado en la economía mediante la creación y mantención de empresas que compiten con los privados, entonces algo realmente desquiciado está ocurriendo en la base de estas organizaciones: por una parte, el Estado organiza una empresa para conducirse competitivamente en la economía real, produciendo, proveyendo y comercializando bienes y servicios; pero por otro lado, su interés no es lucrativo, sino puramente subsidiario.
La misma palabra lo dice; rol subsidiario, rol de subsidio. O sea, es el Estado el que interviene en la economía para otorgar un subsidio a los privados, o dicho de otro modo, el accionista o dueño invierte sus recursos, no para ganar una rentabilidad, sino para asignarlos entre los privados por medio de subsidios indirectos (o subsidiariamente).
Por esto es que es tan ilógico pretender que las empresas del Estado sean sometidas a un escrutinio de rentabilidad propio al de una empresa privada; a lo más, puede hablarse utilizando conceptos elegantes y eufemísticos tales como “rentabilidad social”, “responsabilidad social” o, incluso, “felicidad nacional bruta” –en el Reino de Bután.
Cuando los políticos y gobernantes se solazan del impulso con que administran las empresas de propiedad del Estado, con eficiencia y propendiendo a rentabilizar su valor, están confundiendo los conceptos, torciendo gravemente los órdenes jurídicos con significativos efectos, como veremos.
No se puede simplemente, y con cierta alegre soberbia de empresario entrometido en política, decir que a las empresas del Estado se le deben aplicar de golpe y porrazo, las normas de las sociedades anónimas. Las reglas de estas últimas están basadas en un paradigma completamente distinto al de aquellas. Éstas deben ganar plata, las otras deben perderla para conseguir sus objetivos. ¡Esta es la paradoja!
Lo mismo corre para los administradores de estas empresas públicas. No es justo para ellos que se les mida por los patrones de una empresa privada. En su caso, el estándar de exigencia no debiera ser el de obtener determinada rentabilidad para engrosar el erario fiscal, sino perder lo menos posible en la ejecución de su objeto subsidiario.
Como esto no sucede, el Estado está compitiendo directamente con el privado en un área que le está vedada, sobre bases totalmente injustas, a saber:
(a) El Estado mantiene un monopolio regulatorio de modo que puede diseñar las reglas del juego para que le beneficien siempre.
(b) El Estado tiene espaldas financieras basadas en la propiedad universal de los recursos estratégicos y el financiamiento tributario obtiene de los mismos con quien compite.
(c) El aparato público es un inmenso mercado de consumo cautivo para las propias empresas del Estado.
(d) El Estado no paga impuestos, se mete la mano en un bolsillo para pasarse las monedas al del otro lado.
El efecto de la paradoja tiene consecuencias prácticas, relevantes y duras: ¿podría demandarse a los directores de ENAP por el daño patrimonial producido por asegurar precios estables para el petróleo diesel o para entrar en negocios deficitarios con el pretexto de asegurar la “matriz energética”? Si aplicamos las normas de las sociedades anónimas, la respuesta es obvia.
O también, por ejemplo, ¿podríamos demandar a los directores de CODELCO por su cuestionable conducción en el ejercicio de la opción de compra de acciones de AngloAmerican Sur? Al contrario, la respuesta inmediata e instintiva de la clase gobernante fue la de presionar diplomática y políticamente a la empresa privada extranjera, articulando una campaña mediática sin esperar que las instituciones del Estado de derecho actúen.
¿Por qué el Gobierno mete las narices si, supuestamente, CODELCO tiene un gobierno societario independiente? La “verdad de la milanesa” quedó rápidamente desnudada: el gobierno societario de las empresas del Estado estratégicas -como les gusta llamar a los políticos- “vale hongo”.
Los roles confusos llevan a políticas confusas. Por lo tanto, es cada vez más urgente sostener una discusión abierta, transparente e ilustrada sobre el rol de las empresas del Estado, y en base a este debate, rediseñar su gobierno societario para definir correctamente sus paradigmas de administración.
Por favor, evitemos que esto lo resuelva la clase política entre cuatro paredes o facilitando el voto a última hora por un par de prebendas regionales.