Una arista de este cambio de gabinete que me parece indispensable analizar, por su impacto en la institucionalidad política de Chile, es el debilitamiento del Congreso Nacional.
No había ocurrido entre 1990 y 2008. Se inició con la designación de una diputada como ministra durante el gobierno de la presidenta Bachelet. Entonces hubo una tenue reacción de la derecha, menor de lo que cabía esperar.
Lo interpreté como una consecuencia de que algunos parlamentarios de derecha veían favorablemente esa opción, para el caso de ganar las elecciones presidenciales. Tampoco fue motivo de debate en la Concertación, por tratarse de una decisión de la Presidenta.
Esta vez, con el presidente Piñera, este recurso ha adquirido una amplitud que socava el necesario equilibrio de poderes. Deja a los senadores de la coalición de gobierno en una postura de subordinación al Presidente de la República, de un modo que es ajeno al ordenamiento constitucional.
Para muchos, ser senador o diputado se transformaría en una antesala para llegar a ser ministro, subentendiéndose que es mejor ser ministro que parlamentario elegido por el pueblo.
El diseño institucional de Chile, marcado por un presidencialismo excesivo, y con mermadas atribuciones parlamentarias en materia de ley, persigue justamente dotar al Congreso, al menos, de suficiente autonomía para representar los intereses ciudadanos, fiscalizar y tomar iniciativas en materias esenciales. Esto se está perdiendo.
La Constitución fue modificada hace pocos años para aceptar la renuncia de un parlamentario en caso de enfermedad grave, agregándose ésta a las causales contenidas en el articulo 60 de la Constitución.
Pienso que no cabe la renuncia para ocupar un cargo en el Ejecutivo, salvo si un parlamentario es elegido Presidente de la República.
A mi juicio, y reflexionando de mi propia experiencia como senador y ministro, hemos entrado en un terreno peligroso, en perjuicio del Congreso, y por ende de la democracia, acentuando la desproporción de poderes entre Ejecutivo y Parlamento.
Además, esta práctica, de no ponérsele atajo, resta al Congreso su legitimidad, introduciendo incertidumbre entre los electores sobre el sentido de su voto al momento de elegir a alguien cuya función queda en vilo y, peor, frustra más a los ciudadanos ver aparecer a personas no elegidas, en reemplazo de los que se presentaron como candidatos, comprometiéndose a cumplir una misión que después abandonan.
Los nuevos senadores designados, directamente por los partidos, arrebatan al ciudadano el poder de su voto. Con ello se agudizan los actuales problemas de desafección con el sistema electoral, la concentración de cargos y los partidos políticos. Estaríamos volviendo a los senadores designados, antes por Pinochet, ahora por los partidos.
En consecuencia, me parece indispensable contemplar una reforma constitucional, con la expresa mención a que el cargo elegido no es renunciable, ni menos intercambiable por la función ministerial.
No hacerlo dañaría mas a nuestra democracia, que ya presenta signos evidentes de asfixia y falta de participación.