Mucho se ha dicho, pero todavía queda mucho por aclarar. Sabemos que a los deudores morosos de la multitienda se les reprogramaban sus vencimientos de manera en que aparentemente todos ganaban.Los deudores ganaban plazo, evitaban ejecuciones por el total adeudado y también el registro de su impago en el boletín comercial.
Para La Polar el acuerdo no era menos malo: evitaba reconocer deudas vencidas y sus correspondientes provisiones. De ese modo, la gran cantidad de dinero prestado seguía apareciendo en los balances como “activos” devengando altos intereses y sin reflejar los castigos por provisiones que en rigor correspondía. Y probablemente algún ejecutivo cobró bonos e incentivos por esos “buenos números”.
La situación revelada el jueves pasado mediante un hecho esencial obliga a analizar varias aristas.
a) Reprogramaciones automáticas y derechos del consumidor. Aunque reprogramar pueda parecer un buen negocio para deudor y acreedor, lo sucedido obligará a revisar las condiciones y requisitos bajo los cuales es posible reprogramar. Especialmente relevante serán las definiciones que se tomen acerca del modo en que debe manifestarse el consentimiento del deudor. ¿Basta que el contrato inicialmente contemple esa posibilidad?
¿Hasta dónde resulta aceptable considerar que el silencio equivalga a consentimiento? Las políticas de La Polar en esta materia se deberán contrastar con las leyes que protegen al consumidor.
b) Reprogramaciones y provisiones. La Polar informó que debido a esta política de reprogramaciones masivas, se había evitado reconocer provisiones por una cantidad cercana a los 500 millones de dólares. Este reconocimiento tendrá consecuencias mayores en varios ámbitos:
I. El rol de los auditores: ¿Es posible que los auditores hayan soslayado la notable diferencia que existe en el riesgo de una colocación vencida y automáticamente reprogramada respecto de aquella cuyas cuotas se pagan rigurosamente? Por cierto, en esto habrá un antes y un después, y cabe esperar de los auditores a futuro mayor diligencia en esta materia. Y esto, ciertamente, debiera llevar a una revisión más exigente a las carteras de crédito de todas las empresas que conceden créditos.
No puede repetirse la experiencia en que los inversionistas se enteran mediante un hecho esencial que una empresa debía castigar a casi la mitad su patrimonio en circunstancias que los estados financieros auditados nada hacían presumir al respecto.
II. El rol del directorio: ¿Hasta dónde es admisible que el directorio alegue desconocimiento respecto de lo que parecía ser una práctica desarrollada por largo tiempo? El directorio responde por culpa o negligencia si ella perjudica a los accionistas. En esta materia, la ley les exige desempeñarse con “el cuidado y diligencia que los hombres emplean ordinariamente en sus propios negocios”.
La SVS y, presumiblemente, los tribunales, deberán evaluar si el directorio estuvo a la altura de sus responsabilidades. No le será fácil a los directores demostrar que desconocían –o que era razonable desconocer- la realidad de las prácticas comerciales de La Polar, toda vez que se trata de la empresa de retail con mayor incidencia en resultados de su negocio financiero.
Finalmente, y para el resto de los directorios del país surge una poderosa lección: es esencial conocer y controlar lo que realizan los ejecutivos en las áreas esenciales de los negocios sociales. No basta decir que los ejecutivos actuaban al margen de lo dispuesto por el directorio, puesto que a este le cabe la obligación de establecer mecanismos internos de control que sean eficaces y confiables.
III. El rol de las autoridades. Como siempre, cada vez que ocurre un escándalo en estas materias, la pregunta se repite: ¿y dónde estaba el regulador? Hay algo esencialmente erróneo e injusto en esto. Es imposible que las superintendencias impidan todas las fallas.
Por cierto, su labor diaria evita muchos problemas que, precisamente por no ocurrir, no serán nunca noticia. Por otro lado, el tipo de control que podría derivar en “falla cero” sería tan costoso, burocrático y paralizante que, con certeza, nos colocaría en una situación indeseable.
Con todo, en este caso surge espacio para reflexión y mejora. Lo primero, dice relación con el rigor con que la SBIF revisa las políticas de crédito y la información emanada desde las empresas emisoras de tarjetas de crédito no bancarias. Por otro lado, la SVS no debiera tolerar las distorsiones en los estados financieros que había presentado La Polar. Ellos, al no revelar el nivel adecuado de provisiones, terminaron por engañar a los inversionistas de una manera que resulta especialmente grave en un mercado que requiere de información precisa, confiable y oportuna para operar de modo eficiente y equitativo.
c) El debate legislativo. Casi siempre casos como este suscitan reacciones en el Parlamento que van desde la búsqueda de responsables, la constitución de comisiones investigadoras y la proposición de cambios legislativos. Sobre esto último, lo que hemos aprendido, en Chile y en el extranjero, que legislar en caliente y bajo la presión de una opinión pública molesta suele resultar en malas regulaciones.
En este caso conviene esperar antes de actuar, especialmente cuando el diagnóstico de lo ocurrido y de sus efectos es aún incompleto. Un tema a dilucidar es si la actual regulación de las tarjetas no bancarias –un viejo tema- es suficiente.
En todo caso, me atrevo a sostener que en este caso, más que vacíos legislativos, tenemos incumplimientos de normas vigentes.
d) El rol de los controladores. Dado que el debate legislativo en materia de gobierno corporativo, especialmente luego del caso Chispas, se orientó a fortalecer la defensa de los accionistas minoritarios, inevitablemente los controladores de las empresas aparecían como sujetos sospechosos de potenciales abusos. Este debate soslayó los riesgos de las sociedades sin control, aquellas en que los ejecutivos terminan operando sin los debidos controles o supervisión de parte de los dueños.
Y aunque no cabe generalizar, es sintomático que en la Polar, única empresa del IPSA que carece de grupo controlador, se hubiese manifestado el tipo de falla que, de acuerdo a la teoría, era dable esperar: el problema de agencia en que los ejecutivos cometen irregularidades aprovechando la laxitud de los controles existentes.
El caso La Polar está aún en desarrollo, pero contiene todos los ingredientes para convertirse en un caso “bisagra” que marque un antes y un después en las prácticas de auditores, directores y reguladores.
Desde luego, incide en prácticas que involucran a miles de chilenos que se endeudan más allá de sus posibilidades de pago. Afecta normas esenciales del derecho del consumidor y desnuda la falta de rigurosidad con que los estados financieros de La Polar informaban acerca de las provisiones por deudas impagas.
Pone, además, nuevamente en el tapete las exigencias de un buen gobierno corporativo y la diligencia que cabe exigir a los directores. Casi nada.