En su novela “Les bienveillantes”, Jonathan Littell hace hablar a su personaje para afirmar que los horrores que va a contar sobre el Holocausto – de los cuales él es uno de los supuestos protagonistas – no son hechos perpetrados por un demonio o un monstruo, sino acciones que perfectamente cualquier otro alemán como él podría haber cometido.
La idea es una prolongación de la reflexión de Hannah Arendt en el juicio de Eichmann sobre “la banalidad del mal”. Sería asegurador para todos nosotros que los grandes criminales fueran seres aparte, monstruos de la naturaleza con los que nosotros no tenemos nada que ver, seres degenerados con los que no tenemos nada en común.
Un pensamiento como este nos libera de la responsabilidad frente a sus crímenes y se revela como una estrategia perfecta para culparlos sin poner en cuestión ni por un segundo nuestra buena conciencia. Mientras los malvados sean una casta aparte con la que nosotros no tenemos nada que ver, podemos dormir tranquilos, son fenómenos extraños frente a los cuales nuestra esencia se encuentra a salvo.
Lamentablemente para las bellas almas y las buenas conciencias esto no es mas que una burda falsedad. En el caso de Eichmann, la monstruosidad de sus crímenes fue cometida cumpliendo tareas burocráticas, firmando papeles, buscando ahorrar los dineros del Estado, como un funcionario puesto en su rol por un sistema que, sin diluir sus responsabilidades por las consecuencias de sus actos terribles, es la verdadera máquina criminal de la que resultan necesariamente estas atrocidades.
El mal es banal, es la obra de un funcionario minucioso que está convencido de que con sus actos está ayudando a su patria e involucrado en una tarea grandiosa de la que sus descendientes se sentirán orgullosos. Pero eso extiende su culpa a todo su pueblo y a todos los pueblos que no supieron detener a tiempo este tipo de movilización infernal que terminaría con la vida de millones de personas. No se diluyen las responsabilidades individuales, pero se enmarcan en responsabilidades colectivas y hasta de la especie, que es la que tiene que mantenerse vigilante para que no ocurran este tipo de barbaridades. Por eso hablamos de “derechos humanos”, porque nos conciernen a todos.
El caso del criminal Contreras es también un caso de “banalidad del mal”. Un pobre ignorante, educado en instituciones del Estado en las que asimiló doctrinas falsas y valores distorsionados, donde se le enseñó que debía cumplir ciegamente los mandatos de sus superiores, donde se le indicó que la “patria” era una bandera, un escudo y una canción, y se le dijo mentirosamente que la institución en la que estaba jamás había sido vencida y que en su gloriosa historia solo había hechos edificantes de los que tenía que enorgullecerse, donde se le escondió que el verdadero Libertador de Chile fue el General argentino José de San Martín y tampoco se le dijo que la tercera parte del gloriosos ejército Libertador estaba compuesto de negros esclavos reclutados en Mendoza.
Donde no se le habló de las crueles matanzas de obreros perpetradas por el ejército chileno entre las cuales la de la escuela Santa María de Iquique es hoy día la más célebre. Tampoco se le dijo que Nuestra Señora del Carmen, ante la que él tenía que encomendarse en los días festivos de su institución era una virgen traída por San Martín desde un monasterio mendocino.
Y especialmente, donde se le enseñó, a pesar del carácter supuestamente no político de las fuerzas armadas, que el socialcomunismo era el enemigo interno y que el marxismo era una ideología diabólica que había que combatir por cualquier medio. Se afirmaba que el Ejercito no era deliberante, pero se propiciaban descaradamente las ideas políticas ultraderechistas.
Contreras, que entendió rápidamente que la duda era el peor enemigo de un militar, asimiló todas estas vagas doctrinas como si fueran la verdad misma y como en su cabeza no había lugar para el asombro o para la admiración ante lo enigmático de la vida humana, aprendió rápidamente que lo mejor para él y para su familia era atenerse estrictamente a lo que se le pedía y desarrollar un pragmatismo a toda prueba, ajeno a toda curiosidad y a toda sabiduría que no fuera la que necesitaba para cumplir sus órdenes. De ahí su conservantismo, su seguidismo y su paradójica religiosidad muy cercana a la de su mentor Augusto Pinochet.
Digamos también que los valores en que fue educado incluyeron una fuerte dosis de machismo y de matonería, contravalores muy apreciados en el mundo militar y actitudes útiles cuando se desea imponer un mandato sobre voluntades mas débiles. Eso, unido a la ingenua convicción de que se puede mentir impunemente y labrarse así un camino hacia el éxito histórico sobre la base de burdas invenciones, es lo que lo hizo rápidamente abrirse camino en el dislocado mundo de la dictadura militar. Y no olvidemos la alta valoración que los militares chilenos tienen de la “lealtad” que incluye la complicidad en los crímenes, los pactos de silencio y la celebración de la barbarie.
Contreras es entonces un fruto del país, un hijo de nuestras instituciones, un chileno como los hay todavía hoy día por todas partes, sin que nadie se inquiete demasiado. No es un monstruo, ni un demonio, sino un funcionario eficaz en el mundo depravado de la dictadura militar de la que todos somos responsables.
De la misma manera que somos todos responsables de lo que hoy día pase o no pase en el Ejército chileno – que hasta el momento no parece muy interesado en los cambios – también somos responsables de que surjan en nuestro país este tipo de odiosos personajes nacidos del nacionalismo estrecho, del falso patriotismo, de la incultura y de la ignorancia.
La historia donde fueron posibles los horrorosos hechos que la justicia le imputa a este indigente mental la hicimos entre todos. A ese horror fuimos a parar porque no fuimos capaces de hacer un país mejor. Contreras es un militar chileno, con todo lo que tiene eso de monstruoso, porque no fuimos capaces de inventar un ejercito noble, una carrera militar honrosa y unos valores ciudadanos válidos y creíbles en los que todos nos sintamos unidos y orgullosos.
Lo que debe hoy día conmover nuestras conciencias es que este pobre individuo que encarna lo peor de lo que hemos sido capaces de inventar, creía de esa manera “estar sirviendo a la patria”.
Esa “patria” no era un invento de él, sino una idea que nuestra sociedad enferma inculcó en su espíritu y por la que todos de alguna manera hoy día estamos pagando.