Luego de una larga y dedicada existencia a la Iglesia Católica y a la defensa de los Derechos Humanos ha fallecido, el domingo pasado, el obispo Carlos Camus.
Su extenso paso por la provincia de Linares, sirviendo como pastor y guía de su diócesis, así como, su coraje y valentía como Secretario General de la Conferencia Episcopal de Chile en el momento más duro de la represión dictatorial, en los años 74 al 76, son el testimonio concreto de un ser humano profundamente entregado a su patria y su pueblo.
Tal vez no imaginó el obispo Camus la trascendencia de la misión que emprendió cuando comenzó su tarea. En sus dependencias se reunía la información que develaba los crueles y alevosos crímenes y feroces atropellos a los derechos humanos. Esas acciones no eran hechos aislados.
Por el contrario, las súplicas de las víctimas y el dolor de los vejámenes se configuraban como una vergüenza sin parangón en nuestro país. Así sería reconocido por las propias Fuerzas Armadas un cuarto de siglo después.
Hombres valientes como Carlos Camus se irguieron incalificables ante la degradación del Estado de Chile y lograron dar a conocer y conmover con la verdad al conjunto de la conciencia universal.
Por eso que Pinochet no pudo en 1988 imponer un Plebiscito sin garantías, como sí lo había conseguido en 1978 y 1980, sino que las condiciones impuestas por la comunidad internacional hicieron inevitable el reconocimiento del triunfo del NO que el 5 de Octubre, inició el término de la dictadura.
Mi sensación personal es que su partida, no logró el recogimiento que debió haber tenido en la comunidad nacional.El torbellino de las imágenes, la farandulización de los hechos noticiosos, el creciente desconocimiento del costo social y moral que hubo que pagar para rehacer la democracia es por momentos preocupante e influyen en que cuando despedimos a uno de los grandes, como el obispo Camus, quedamos en deuda como país.
Hoy la tendencia a pensar que las cosas pasaron sin lucha y de manera enteramente fácil, a la postre, ha venido instalando una suerte de filosofía de baja altura en que se desconoce la historia y existan quienes presumen que la vida del país comenzó con ellos.
Ante el debilitamiento de los valores que ello significa, liderazgos morales y de país como el entregado por el obispo Camus toman una dimensión decisiva.
Son esos seres humanos, de carne y hueso, que enseñan que es posible vencer el miedo que provoca el terror y que se puede derrotar la intolerancia, que mientras existan aquellos que se atreven a oponerse y denunciar el terrorismo de estado y el intento de domesticar las conciencias será posible seguir confiando en el porvenir de la civilización humana.