Nunca olvidaré cuando visitamos hace no mucho tiempo con mi hija, que en ese entonces tenía 9 años, Villa Grimaldi, ubicada en Peñalolén. Su primera pregunta al leer un díptico que nos entregaron fue, “¿mamá, qué es la tortura?”.
En ese momento comprendí con plenitud lo importante que es conservar sitios para que las nuevas generaciones puedan conocer, desde una mirada concreta, y sin morbo, lo que la intolerancia, el fanatismo, el odio y por supuesto la falta de humanidad puede producir en una persona, hasta tal punto de atentar contra la integridad y por supuesto la vida de otra.
Lo paradojal es que a pocas cuadras de ahí está el polémico Penal Cordillera, que mirado desde la perspectiva actual cuesta entender, pero si nos retrotraemos a la fecha de su creación es válido preguntarse qué habría pasado de no haber existido, probablemente habría tardado más la tan anhelada justicia, que sin duda aún tiene muchas deudas. Y que además estoy convencida que hoy debiera dejar de existir.
Equivocados están, creo yo, aquellos que buscan empatar estas atrocidades con la violencia política ejercida por grupos violentistas de la época, porque mucho más grave aún y reprochable es el uso de recursos y la fuerza coercitiva del Estado para infundir terror, generar sumisión, y atentar contra los derechos de las personas, destruyendo la confianza en la autoridad y las instituciones que debieran protegernos a todos, sin distinción.
La indiferencia de muchos jóvenes con la política me aterra un poco, estoy próxima a cumplir los 40, aspiro que mis hijas y las nuevas generaciones sólo aprendan el significado de la palabra tortura y nunca tengan que vivirla.
Eso depende de quienes actualmente ejercemos la vocación política, pero también ellas deben aprender a construir su propio presente y futuro, a ser tolerantes, a respetarse en la diferencia y por supuesto a defender sus ideales con pasión, a indignarse con la injusticia y en definitiva a encabezar revoluciones en paz y libertad.