En septiembre próximo se cumplirán cuarenta años desde la muerte del poeta mayor, y, por esas cosas de la vida, dentro de pocos días, en mérito de lo resuelto en el expediente rol nº 1038 – 2011 a cargo del Ministro Mario Carroza, en querella del Partido Comunista por el probable asesinato de Neruda, se llevará a efecto en Isla Negra la exhumación de sus restos para que sean sometidos a pericias dentro y fuera de Chile a objeto de establecer – en la medida de las posibilidades de la tecnología de nuestro tiempo – la existencia de sustancias extrañas en su organismo como la causa real de su muerte aquel domingo 23 de septiembre de 1973.
¿Cómo se explica esta situación después que todo mundo aceptara calladamente que el Premio Nobel había muerto debido a un cáncer a la próstata el que efectivamente padecía, agravado por el dolor que le causaran los crímenes de los golpistas y en especial las muertes de Salvador Allende y Víctor Jara?¿Cómo es que nadie sospechara nada? ¿Por qué ahora?
Lo cierto es que su muerte por enfermedad estaba certificada por médicos y por esos mismos días el único que podía hablar, su chofer y guardaespaldas Manuel Araya, había sido detenido y trasladado al Estadio Nacional. Lo que explica que se haya dado por verdadera una versión oficial que de algún modo calzaba aparentemente con los antecedentes. Por otro lado el terror masivo de aquellos terribles días inhibía cualquier tentativa de pedir una investigación sin más antecedentes la que por demás los tribunales no habrían aceptado como tantas otras denuncias y recursos de amparo.
Fue el reportaje del periodista chileno Francisco Marín en la revista mexicana “Proceso” que reprodujo las denuncias de Manuel Araya, el hecho que cambió las cosas.
El denunciante aludía a una extraña inyección puesta en el abdomen de Pablo Neruda y por la que el poeta se había alarmado y llamado a Matilde y al propio Araya que se encontraban en su casa de Isla Negra por encargo del propio Neruda en vísperas de su inminente viaje a México que se realizaría el lunes 24.
El testimonio de Manuel Araya desmintió lo afirmado por los médicos que expidieron el certificado de defunción nº 622 de la circunscripción de Recoleta en el que se afirmaba que el escritor falleció a causa de una “caquexia cancerosa”, que en estricto rigor nunca jamás existió.
Fue entonces que junto al colega abogado Pedro Piña y otras personas fuimos rápidamente a entrevistar a Manuel Araya a fin de convencernos de la veracidad de su versión. Un intercambio convincente que aportó mucho y abrió paso a otros antecedentes.
Entre ellos la revisión de la prensa de la época y descubrir que El Mercurio, nada menos que un periódico tan próximo a la dictadura, informaba que Pablo Neruda había fallecido de un paro cardíaco y que éste le fue a su vez provocado por un shock causado por una inyección que se le puso en la clínica para calmarle dolores.
Es decir, quedaba de inmediato demostrado que el certificado de defunción de los médicos de la dictadura era falso, alteraba la verdad. En concreto: es mentira que Neruda murió del cáncer que padecía. Jamás estuvo en ese supuesto estado caquéxico. Es la opinión además de médicos consultados y cuyo testimonio consta en el proceso así como el de personas indubitables, como el entonces embajador de México en Chile, Gonzalo Martínez , todos los que dan fe que Neruda nunca se encontró en el estado terminal que se le atribuyó.
Era suficiente como para solicitar a los tribunales que se investigara la causa verdadera de la muerte de uno de los chilenos más ilustres de todos los tiempos y así surgió la querella criminal iniciada el año 2011 por el Partido Comunista del que el poeta fue militante de toda su vida además de miembro de su Comité Central, senador, y candidato a la presidencia de la República. Era un deber hacerlo por más que a la Fundación Neruda le hubiera parecido que estas diligencias eran “una profanación”
Tiempo después, el abogado Rodolfo Reyes, sobrino del gran poeta, se hizo también parte querellante en el mismo proceso convencido como está de las más que legítimas dudas respecto de la muerte de su ilustre tío.
Ha pasado el tiempo y hoy podemos afirmar que, independientemente de los resultados de las pericias técnicas de comienzos del próximo mes de abril, que depende de factores imponderables, tenemos la certeza que Pablo Neruda no murió de muerte natural como sostuvieron los médicos de la dictadura que avalaron el certificado de defunción y como, muy lamentablemente sostuvo un funcionario del Servicio Médico Legal, Germán Tapia, en el curso del proceso judicial y que hoy es parte del equipo de expertos.
Las declaraciones de su chofer y las graves contradicciones entre el certificado de defunción y lo que informó la prensa de la fecha, con lo contundente que son, no constituyen sin embargo las únicas evidencias que hacen presumir razonablemente la intervención de terceras personas en la muerte del poeta.
Escritores, periodistas e investigadores, chilenos y extranjeros, que han seguido muy de cerca el proceso, han encontrado incluso declaraciones a la prensa españolas de la propia viuda, Matilde Urrutia, en que plantea, pocos años después del suceso, claras dudas respecto de la muerte de su compañero. Así lo ratificó a un periodista una enfermera del litoral central que lo escuchó de labios de Matilde, aunque en el proceso no se atrevió a confirmarlo.
Y hay otras presunciones. ¿O puede considerarse normal, por ejemplo, que la clínica Santa María – donde Neruda fue llevado no por su salud sino para sacarlo del riesgoso aislamiento de Isla Negra – hasta hoy no entregue al tribunal la ficha clínica del paciente?Era no sólo su obligación legal conservarla, sino además un deber ético y de respeto hacia un grande de este continente.
Pero es que la clínica es la misma en donde falleció en extrañas circunstancias que investigan hoy los tribunales el ex presidente Eduardo Frei Montalva.
Y algo más: pese a la solicitud del tribunal, la clínica no ha entregado el listado completo de aquellos de sus trabajadores que se desempeñaban en septiembre de 1973. Ha entregado sólo la lista de aquellos que trabajaban en septiembre del 73 y que todavía son empleados del establecimiento. ¿Por qué no el total? ¿Por qué no el listado de aquellos que ya no trabajan allí? La diferencia es obvia. Los que siguen laborando no pueden declarar contra su empleador en cambio los que ya no trabajan allí tienen más libertad para contar su verdad.
De hecho así ha sucedido en al menos un caso y esa persona ha dicho que el día de la muerte del poeta en la clínica se rumoreaba que había muerto porque le habían inyectado “aire”.
Suma y sigue. Pablo Neruda fue ingresado a la clínica el 19 de septiembre de 1973. El médico Sergio Draper, que habría dispuesto la inyección, entró a trabajar a la clínica un día después, el 20 de septiembre, como él mismo cuenta. Curiosa coincidencia. El mismo profesional, mencionado también en el caso del ex presidente Frei, señala en sus declaraciones la presencia de un médico que sería el último profesional de esa institución que estuvo con Neruda.
Lo malo es que no hay constancia que un médico de ese nombre haya pasado nunca por las facultades de medicina del país.
Entonces, ¿Fue un extranjero? ¿Quién fue? ¿Por qué tanta oscuridad? Esta afirmación del médico de la clínica no coincide con lo que dijo el 23 de septiembre de 1975 al diario La Tercera.
Digamos además que entre el médico de que hablamos y la enfermera que atendía el domingo 23 a Pablo Neruda hay contradicciones respecto de algo tan fundamental como es establecer quién dio la orden de inyectar al Premio Nobel. Eso definitivamente no está claro. Y mucho menos claro todavía está saber qué fue exactamente lo que se le inyectó, quién dio la orden y quién o quiénes estaban tras las bambalinas articulando cada paso.
¿Fue dipirona, bacterias, aire, sustancias tóxicas, gas sarín, ácidos, qué?
¿Terminará todo con la exhumación de los próximos días? Improbable. Hay puntos oscuros, necesidad de aclararlos, interrogatorios y careos solicitados. Pero además hasta el momento que escribo estas líneas no está precisado el papel que jugarán los peritos, nacionales e internacionales, proporcionados por la parte querellante. ¿Podrán presenciar la exhumación, ver qué piezas precisas, qué parte de los huesos serán llevados a laboratorio, y a qué laboratorios? ¿Podremos los propios querellantes presenciar esa diligencia?
Todavía más, no está claro si, como debe ser, habrá pruebas previas para determinar si los restos de Isla Negra corresponden en verdad a Pablo Neruda? ¿Qué pasó con esos restos entre la fecha del entierro en el Cementerio General y su traslado a Isla Negra en 1992?
Fueron muchos años y recuérdese que durante la dictadura se instauró la siniestra práctica de ocultar y trasladar cadáveres para confundir a los familiares y evitar sus identificaciones, ¿O alguien olvidó ya la llamada “operación televisores”?
Además lo que debe establecerse no es la existencia de un cáncer prostático que nadie niega, no es eso lo que se busca y sería un error fatal – que aumentaría las dudas – irse por ese sólo camino. De lo que se trata es descubrir la existencia de sustancias nocivas que provocaron el desenlace.
Tal vez no sepamos nunca toda la verdad, aunque sí sabemos perfectamente que la tecnología médico forense actual en los mejores niveles mundiales, permite establecer verdades a más de un siglo de ocurrido hechos dudosos. ¿Se empleará esta vez la mejor tecnología disponible?
¿Habrá esta vez una total objetividad e imparcialidad en los peritajes? ¿Se permitirá la ayuda de los peritos de los querellantes? Ojalá así sea.Lo contrario sería muy grave y habría que considerar hasta la posibilidad de solicitar una suspensión de una diligencia con tales dudas.
Con todo, la investigación ha dado frutos impensados hace tiempo atrás. Pablo Neruda no murió de cáncer ni estaba en el estado “caquéxico” que le adjudicaron los médicos de la dictadura y lo más probable, a la luz de lo ya avanzado, es que nuestro inolvidable compatriota sea, tal como Salvador Allende, como Víctor Jara, como el general Bachelet, como Orlando Letelier, Carmelo Soria, Eduardo Frei Montalva, Víctor Díaz, Fernando Ortíz, Waldo Pizarro, Mario Zamorano, Miguel Enríquez, Bautista Van Schowen, Ricardo Lagos Salinas, Ezequiel Ponce, Carlos Lorca, Marta Ugarte, Parada, Guerrero y Nattino, Rodrigo Rojas de Negri, los hermanos Vergara Toledo y tantos miles de chilenas y chilenos, una víctima más del peor de los terrorismos, el terrorismo de Estado.
No le faltaban motivos a Pinochet para decretar la muerte de quien, desde su México lindo y querido, habría sido una de las grandes figuras de la lucha por la recuperación de la democracia en Chile.