La novela es un espejo puesto en el camino, decía Stendhal, tejiendo su proyecto de reflejar en Rojo y Negro la sociedad “moralista, grave y triste que nos legaron los jesuitas y los últimos Borbones”. Una idea literaria antigua, válida para las artes en general, esas manifestaciones libres del espíritu sin obligaciones ni intereses prácticos, según algunos comentaristas.
Para otros, éstas deben cambiar el mundo suscitando turbulencias y rebeldía. No obstante, enriqueciendo los conceptos anteriores, la obra artística puede ser incluso premonitoria o profética. Julio Verne, Franz Kafka o Ray Bradbury son sugestivos cónsules de esta fecunda cualidad.
En sus décadas preliminares, la cinematografía alemana también.
Después de la primera guerra mundial, Hans Janowitz y Carl Mayer, imaginaron una sorprendente historia: a un pueblo llega una feria de entretenciones. Su número principal es el doctor Caligari con su asistente Cesare, una especie de zombi; Caligari, tramitando el permiso para actuar es vejado por un funcionario municipal. Al día siguiente, el abusivo empleado aparece muerto en su habitación.
Francis y Alan –estudiantes enamorados de Jane, hija del médico local- entran en la tienda del mago y ven a Cesare salir lentamente de una caja vertical con forma de ataúd. Se anuncia que responderá preguntas sobre el futuro. Alan quiere saber cuánto vivirá. Y Cesare, visiblemente dominado por su amo, contesta: “Hasta el amanecer”.
Muy de mañana, Francis se entera de que su amigo ha sido apuñalado.
Sospechando del siniestro galeno, persuade al padre de Jane para que lo ayude en la investigación. Con una orden de allanamiento, ingresan a su aposento y le exigen cortar el trance del sirviente. En ese momento, son reclamados por la policía para asistir al interrogatorio de un individuo que asesinó a una mujer pero que niega los otros dos crímenes.
Al anochecer, Francis espía por la ventana del vagón y cree ver a Cesare en su urna. En realidad, en ese instante éste levantaba su puñal en el dormitorio de Jane, mas conmovido por su belleza arroja el arma y huye secuestrándola. Es alcanzado por el padre, y, entretanto la horrorizada muchacha es regresada a casa, el raptor muere exhausto y solitario.
Paralelamente, Francis y los guardias, intentando esclarecer el misterio, abren el cajón y sólo encuentran un muñeco en su interior. Caligari escapa refugiándose en un manicomio, seguido por el juvenil investigador. Éste exige hablar con el director y, al enfrentarlo, constata atónito que ambos eran la misma persona.
Mientras el mefistofélico administrador duerme, Francis y tres médicos enterados del caso descubren en su oficina testimonios acusatorios. Un vetusto libro sobre un tal Caligari que recorría Italia hipnotizando a su criado Cesare; durante las correrías homicidas lo reemplazaba con un fantoche de cera. Concluyente resulta su archivo; allí anotó que, obsesionado con esas fuerzas, cuando le confiaron un sonámbulo no resistió la tentación.
Se había transfigurado en Caligari.
Francis lo enfrenta con el cadáver de su autómata, y tan pronto el manipulador comprende que éste ha muerto comienza a desvariar siendo reducido con una camisa de fuerza.
La narración era una categórica condena del autoritarismo, manifiesto en la conscripción obligatoria y en las guerras de la época. Caligari encarnaba ese fetichismo del poder por el poder que, satisfaciendo inescrupulosamente su despotismo, atropella valores y derechos humanos.
Inocente víctima de una potestad ajena, Cesare es el hombre común que presionado por el servicio militar aprende a matar y morir, un instrumento. Y el sentido revolucionario de la crónica se aclaraba identificando a Caligari con el psiquiatra cuyo imperio demencial es abolido.
El suceso fue llevado al cine como El gabinete del doctor Caligari, dirigido por Robert Wiene. Éste efectuó cambios esenciales en el cuento original; los autores protestaron en vano.
Ahora, sería una quimera urdida por el perturbado Francis que se inicia mostrándolo en el parque de un sanatorio junto a otro enfermo. Fantasmagórica, pasa Jane. Francis dice: “Lo que me ocurrió con ella es aún más extraño que lo tuyo. Te contaré.” Y comienza el relato que culmina desenmascarando al manipulador. Luego, camina con su compañero mezclándose en un concilio de tristes figuras alienadas.
El director, de porte comprensivo, atiende a todos. Francis, perdido en sus alucinaciones, lo confunde con el protagonista de sus pesadillas acusándolo de ser un demente peligroso. Grita y lucha enfurecido con los enfermeros.
La próxima escena es en una sala. El decano se coloca anteojos que lo transforman en el viejo demiurgo. Sacándoselos, comunica a sus ayudantes que Francis cree que él es Caligari. “Ya entiendo el caso y podré curarlo”, termina diciendo.
El público podía retirarse con este tranquilizador mensaje.
Los guionistas tenían motivos para indignarse: la variante introducida pervertía sus propósitos.Si ellos denunciaban la locura inherente a la autoridad, el film la glorificaba reduciendo a su oponente a la condición de orate. Lo jacobino devenía conformista.
Con todo, la película conservó el tema central trocado en la fantasía de un loco y fluctuando entre la tiranía y el caos desplegaría una atmósfera saturada de espanto y pavor, preludio de horizontes alarmantes: Hitler imponiendo su poder hipnótico a la voluntad de enardecidos adeptos o sobre el alma de pasmadas muchedumbres.
¿Serían esas multitudes tan inocentes como el desvalido Cesare?
El gabinete del doctor Caligari no fue la única señal del celuloide germano esbozando aquel trágico porvenir. Entre otras, El estudiante de Praga; Homunculus; Dr. Mabuse; El ángel azul; M, el vampiro de Düsseldorf –Fritz Lang quiso titularla Los asesinos están entre nosotros-, a su modo, ilustraron similares y menospreciadas advertencias.
Más temprano que tarde, se comprobaría la veracidad de esas profecías.