Difuso habría sido el paso por este mundo de Charles Perrault (1628 – 1703) si únicamente dedicara su estro lírico a redactar loas a Luis XIV y sus príncipes. Sólo humo y cenizas, sin la tardía y luminosa ocurrencia de escribir “Los cuentos de mi mamá la Oca“, recopilación de leyendas instauradora de un nuevo género literario: los cuentos de hadas, su boleto para el codiciado e inútil premio de la inmortalidad.
Las historietas de la Oca, arquetípica y charlatana campesina, logran de inmediato el arrimo del público. En tanto, sindicadas de embrutecedoras supersticiones, escanciarán el desprecio de intelectuales y escritores del racionalista Siglo de las Luces.
Caperucita Roja, La Bella Durmiente, Cenicienta, Piel de asno, Pulgarcito, llegarían a ser favoritas de los niños no siendo precisamente historias infantiles en sus inicios. Perrault suavizó esas descarnadas y crueles narraciones, agregándoles, además, edificantes moralejas. Si bien El gato con botas, con su ingenioso amasijo de artimañas, pregona que picardías y mentiras rinden más que el yugo laboral.
Como fuese, Perrault registra las costumbres de una época con mayorías descontentas frente al petulante absolutismo real (“L’État, c’est moi”) que las abandonaba a su suerte; tal vez sus finales felices pretendían dar esperanzas a esas afligidas muchedumbres.
Los insaciables ogros algo tienen de la impulsiva lactancia infantil o de la figura paterna que deberíamos superar, no matar, para ser adultos. El hada maléfica es madrastra hostil e injusta o madre descariñada, desaprensiva y demasiado estricta. Tenorio de inconfesables apetitos y temibles desbordes, el lobo encarna los peligros acechando fuera del hogar.
Los males del hombre comienzan cuando éste sale de su casa, sostenía Blaise Pascal.
Por su florecida vitalidad, estas aventuras son recuperadas de continuo en diversas formas: ballet, ópera, películas, musicales, etc. Así, el caprichoso Barba Azul se transfigura en radiantes producciones operáticas: El castillo de Barba Azul, Béla Bartók; Ariadna y Barba Azul, Paul Dukas; Barba Azul, Jacques Offenbach.
“Érase una vez…” En esta ocasión, el clásico preámbulo hablará de un opulento viudo –dueño de suntuosas residencias, finos muebles y carrozas doradas- soslayado por las damas debido al estrafalario color de su sotabarba y al enigmático desaparecimiento de sus esposas.
Una vecina tenía dos hijas. Él pidió a cualquiera de ellas, pero éstas no querían un marido con ese aspecto; también desconfiaban por el incierto destino de sus predecesoras. Diplomático, Barba Azul, las invita con su madre y amigas a una de sus casonas campestres. Y entre paseos, bailes y meriendas, la menor de las hermanas resolvió, acaso por la plusvalía, que el candidato era muy cumplido y no tenía la chiva tan azul.
Removida la traba, el dispar himeneo se traslada a la mansión de Barba Azul. Quien, luego de los tórtolos interines, emprende un viaje de negocios y antes de partir entrega a la joven las llaves del reino, incluida la de una pequeña pieza a la cual no debe entrar: “Y si lo hace, aguarde mi ira y resentimiento”.
La muchacha, asaeteada por arcanos resortes de relojería femenina no resiste la intriga; por una angosta escalera llega a la puerta prohibida. Se detiene dubitativa y temerosa. Sin embargo, cediendo al “impulso irresistible” traspasaría el umbral. Estupefacta, observa en el piso grumos sanguinolentos que reflejaban cuerpos de mujeres degolladas sujetas a las murallas. De sus manos cae la llave manchándose con indeleble sangre delatora.
Al regresar de su periplo, el tiránico esposo la sentencia a muerte por acceder al reservorio de sus crímenes. La novata, contrita y suplicante se echó a sus pies. Y sería como encontrar huellas de peces en el agua; ese llanto enternecería a una roca, mas no el corazón de Barba Azul.
Sus hermanos habían prometido visitarla aquel día; entonces, pide al señor un momento para rezar con su hermana en la torre. Desde allí vigilan hasta ver a los mancebos acercarse. Y éstos irrumpen, ajusticiándolo, justo antes de que el sátrapa incrementara su nómina de femicidios.
Ya no “cruje la rueda del destino”. La viuda es heredera de una gran fortuna: compra importantes cargos para sus salvadores, casa a la hermana con un hidalgo y ella misma lo hace “con un caballero muy correcto que la hizo olvidar los malos ratos pasados con Barba Azul”.
Este mortífero personaje estaría inspirado en el barón Gilles de Rais, aunque sus víctimas no fuesen las consortes sino zagales atraídos por comida y trabajo. Después de expulsar a los ingleses de Francia acompañando a Juana de Arco, este glorioso militar regresa a su tierra donde, por rara coincidencia, niños campesinos comienzan a desaparecer. Terminadas las indagaciones, unos cincuenta cadáveres fueron exhumados en su castillo.
Antes de enfrentar la hoguera, el Mariscal de las tinieblas según lo llama un novelista, confesaría la sodomización y el asesinato de casi doscientos menores.
En las sagas antiguas, astucia y valentía salvan a la hembra curiosa y desobediente de matrimonios horribles o de servidumbres diabólicas. Pero la de Barba Azul es pasiva. Perrault socavaría una tradición donde la heroína maneja muy bien sus propios asuntos y se libera sola, asegura María Tatar, experta húngaro norteamericana. Y, sin duda, su moraleja culpa a la doña: “la curiosidad, a pesar de su atractivo, a menudo lleva a un profundo pesar”.
A la fábula no le faltan interpretaciones. Que la desobediencia fue erótica y la llave ensangrentada un símbolo de infidelidad. Que Barba Azul quería que ella encontrara los cadáveres, de lo contrario no le diera la llave del espacio clausurado ni la dejara sola; una sádica mise en scène. Otra es la xenofobia. Originalmente, el siniestro castigador era francés pero en ilustraciones posteriores es un amenazante turco con cimitarra. De ese modo resulta más tolerable: es el Otro, el extranjero.
Hoy, quizá su impronta persevere en secuestradores, asesinos en serie u obsesivos como Hannibal Lecter. Y mientras en la Bella y la Bestia el rostro deforme oculta un corazón bondadoso, Barba Azul parece advertir que tras un seductor misterioso puede disimularse un monstruo.