A fines de los ochenta del siglo XIX nació en La Habana José Raúl Capablanca y Graupera, llamado por su precocidad y hazañas el Mozart del ajedrez. Pese a la insistencia de algunos, nunca perteneció a la “sociedad criolla”: su padre era sólo un teniente más en el ejército español, de la siempre fiel isla de Cuba, y su madre una sencilla ama de casa.
No obstante, el principesco e inverosímil Capablanca, Capa o Capita, integra con colores propios la vistosa galería de habaneros ilustres junto a José Martí, Ernesto Lecuona, José Lezama Lima, Camilo Cienfuegos, Alejo Carpentier, Alicia Alonso, entre otros.
José Raúl, apenas de cuatro años, aprendió las reglas observando a su padre jugar con sus amigos, y cuando éste movió incorrectamente un caballo –el knigth inglés o Springer alemán- lo acusó de hacer trampas.
Tras la amonestación reglamentaria, don José le preguntó qué noticias tenía de esas operaciones: “Le contesté que lo suficiente para derrotarlo: me dijo que era imposible, considerando que ni siquiera sabía colocar la piezas. Probamos con las conclusiones y yo gané. Así empecé.”
El psicoanálisis no permaneció impasible ante el tejemaneje de escaques y trebejos, explicándolo a través del complejo de Edipo. Hipótesis dudosa, si bien resultara cierto que Capablanca lo primero que hizo fue dar jaque mate a su padre. A contrario sensu, en jerga leguleya, el genial y enfermizo anticomunista Bobby Fischer enfrentaba a su madre, apodada la Reina Roja gracias a sus preferencias políticas.
De Bobby se dijo que era la Greta Garbo del ajedrez pues en su apogeo, y salvo alguna fugaz aparición, esfumándose, tomaría el mismo atajo de la diva hacia la leyenda.
Sobre este deporte, digna de la mejor antología del disparate es la teoría del doctor español Félix Martí Ibáñez: “Dar jaque mate al rey opuesto equivale a castrarlo y devorarlo, haciéndose los dos uno solo en un ritual de homosexualismo simbólico y comunión canibalística, respondiendo así a los remanentes del complejo de Edipo infantil.”
Más persuade Sancho Panza, “mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio; y en acabándose, todas se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en una sepultura”.
Capablanca, siendo sólo un chiquillo consentido de Caissa, musa del ajedrez, derrotaría al inspirado fabricante de encerronas y celadas Juan Corzo, futuro campeón nacional de Cuba o Isla Juana, como la bautizara Colón.
Ya muchacho, el patrocinio de un mecenas le permitirá estudiar en el extranjero, registrándose en la Universidad de Columbia, Nueva York, donde no sería alumno muy distinguido pues el tiempo libre escamoteado a las girls lo ofrendaba al Club de Ajedrez Manhattan. Su padrino, al advertir que el pupilo prefería jugar, y no sólo en los tableros, congelará la estimable asignación.
En previsible corolario, el versado feligrés del póker, mago del billar, y donjuanesco caballero, decide hacerse profesional y peregrinar por el mundo entreverado con los mayores exponentes del ministerio: Morphy, Delmar, Marshall, Bernstein, Nimzowitsch, Réti.
Pronto desafiará por el cetro mundial al alemán de origen judío o judío de origen alemán Emanuel Lasker, para muchos, el mejor jugador de todos los tiempos. Éste aceptó pero las condiciones exigidas impidieron el encuentro. Sin embargo, Lasker renunciaría al título en su favor: “Usted lo ha ganado no por la formalidad de un desafío, sino por su brillante maestría”.
Como la afición y Capablanca no querían coronas por secretaría, el cubano forzó un lance en La Habana logrando el máximo galardón sin perder una sola partida.
Si Capa fue el Mozart de esa “frivolidad primorosa” o “gimnasio de la mente” como se dijo del juego ciencia, debía sobrellevar un Antonio Salieri. Según Guillermo Cabrera Infante, sería Alexander Alekhine, náufrago de la revolución soviética, auténtico ególatra ávido de féminas mayores e iracundo alcohólico que recomendaba a sus colegas ser monjes sobrios en la vida cotidiana y depredadores con sus oponentes.
En 1927 se enfrentaron estos disímiles ingenios. El dinero reclamado por Alekhine lo avaló el gobierno argentino, si el match se realizaba en Buenos Aires. Capablanca, favorito y seguro del triunfo bailaba tango con damas bonaerenses mientras “el ruso errante” estudiaba las claves en el estilo del retador. Insólita y sorpresiva, la victoria se inclinó por el moscovita que, contraviniendo condiciones previas, cometió la grosería de negarse a la revancha.
Aguardando con paciencia, José Raúl conseguiría vengar la derrota. Nada raro es que estos dos adversarios de lejana longitud de onda poco se soportaran; rara vez estuvieron juntos frente a un tablero, luego de sus movidas salían a caminar por los contornos.
Alekhine, desde la Francia ocupada, donde publicó artículos antisemitas en la prensa nazi (“El ajedrez ario” y “El ajedrez judío”), solicitó autorización para emigrar a Cuba prometiendo confrontar a Capablanca. Fulgencio Batista, entonces presidente electo del país y amigo de la Unión Soviética, le negó el permiso.
Posteriormente, Stalin consideraría a Alekhine una gloria rusa.
En 1942, mientras observaba un juego en el viejo Club Manhattan, dijo: “¡Ayúdenme con la capa!”.Serían sus últimas palabras pues se desplomó definitivamente, víctima de hemorragia cerebral masiva.
“Uno de los aspectos más relevantes de su personalidad, como ningún maestro antes, es su enorme interés por las mujeres”, escribiría un comentarista inglés sobre el intuitivo Capablanca, más estudioso de libros de cocina que de ajedrez y en cuyo homenaje Cuba editaría en 1951 un sello postal, el primero en la historia de la filatelia con la figura de un ajedrecista.
Laureles postales para un clásico que jugaba como romántico.