Valiéndome, desde hace un tiempo de este espacio de opinión libre, he puesto y expuesto mi punto de vista errado, acertado, artero, entusiasta y mercenario según el que lo reciba, de distintos objetos de arte cinematográfico que de alguna forma han remecido mi carne y mi carcasa cerebral, aun en funcionamiento. En esta ocasión me es difícil hacerlo en relación a una obra de teatro que acabo de estrenar.
Me dificulta ya que soy actor de esta obra y no puedo verla, estoy detrás del espejo roto, no puedo sentarme frente a el y dejarme provocar y seducir por lo que podría entrar por mis ojos, oídos y piel ya que estoy en el lado del escenario detrás de la cortina en una espera nerviosa.
Estoy en la escena junto a mis compañeros, todos preocupados y ocupados de los más mínimos detalles, que nada falle para que así llegue a puerto y se cristalice nuestro intento teatrero por seducir, nutrir, inquietar y perturbar el entendimiento del respetable público con nuestra obra “Sentido del Humor”.
Frente a esta extraña ceguera y mudez prefiero dar paso al desmenuce palabrero de nuestro director y dramaturgo Mateo Iribarren Arrieta que reflejan de maravilla un fruto nacido luego de un largo proceso de creación, juego y locura. Gracias.
“La talla afilada y precisa en el momento más oportuno o en medio de la catástrofe, de la tragedia sangrienta, de la debacle total. La reverenda capacidad de reírse de todo con la frescura de raja del empleado público, del piscolero indomable y del jornalero intuitivo que presiente, cuando ve a la chiquilla apretadita pasar bajo el andamio incierto de un sueldo de miseria, que la vida es una broma, una broma de mal gusto que igual lo hace reír, y lo hace reír a carcajadas porque el humor del chileno es raro, es un humor que tiene que ver con la muerte.
Acabo de estrenar, hace tres semanas, una obra llamada “Sentido del Humor” y ocurren varias cosas sorprendentes con el público que asiste a verla. A muchos se les atraganta la risa entre una pena monstruosa y una culpa colosal. Y otros se ríen a mandíbula batiente sin detenerse ni por carajos en las desventuras de sus protagonistas, que aunque terribles, son bastante divertidas, yo diría que hasta desopilantes, pero sangrientas, eso sí, y tortuosas.
La historia relata el viaje de un grupo de presos que caen en las fauces del feroz fascismo chileno el mismo 11 de septiembre y que por locura del protagonista, resumen extraño entre Jorge Chino Navarrete y el Cuervo Castro, terminan haciendo espectáculos en los campos de concentración de este ecléctico Chile que desvaría entre una decencia victoriana y un cruel régimen bananero . No voy a contar la obra porque me pasaría de huevón, pero si voy a hacer algunas reflexiones acerca del humor de los chilenos y acerca del bendito teatro.
Bendito teatro que subsiste como un piojo obstinado en el lomo de la bestia. Es que el teatro es un arte muy peligroso para la puta bestia fascista. Es un piojo revoltoso que mezcla palabras, imágenes, cantos, historias, vericuetos, bruslerías, dramas, comedias para representarlas sin aviso, de repente y por asalto y que más encima se pueden armar con poco, con muy poco, con nada prácticamente. Una piedra es una flor y un zapato es una nube. Solo hay que creer y tener sentido del humor.
Los amigos del Cuervo Castro en su versión de El Principito llegaron a hacer una película, una animación del avión cayendo en el desierto para la representación de esa obra. Una lupa, papel mantequilla, dibujos cuadro a cuadro, un mecanismos que gira a mano, agua y no sé que más, pero hicieron la caída del piloto francés proyectada en un ecrán a puro ingenio entre tortura y tortura.
Es que entre los presos de esos campos de concentración había de todo: físicos, matemáticos, médicos, ingenieros, dibujantes y claro, como no, actores. Porque tiene que haber un actor, un loco que empuje esta caravana delirante. Y estoy hablando de hacer teatro sobre el ojo de la muerte, como unos salmones que hicieran teatro en la cueva de los osos. Insólito, hermoso.
Creo que fue una época de oro del teatro chileno que descargaba humor en vez de balas, cantos en vez de alaridos, bailes en vez de marchas militares, vida en vez de muerte.
Hay algo misterioso ahí, en esas vidas que perdieron casi todo, algunos a sus familias, otros a sus camaradas, su dignidad, sus dientes, sus uñas, sus pellejos, sus horas y sus días, pero pocos, muy pocos, perdieron El Sentido del Humor y creo, me atrevería a asegurar, que ese sentido hermoso, no solo les salvó la vida a ellos si no que también a nosotros que obtuvimos ese legado poderoso que nos mira desafiantes a los que amamos el teatro de verdad y a los que nos gusta hacer reír a pesar de todas nuestras calamidades de humanidad defectuosa y también, a veces, valiente”.