Avenencia con la moda, deseo de privacidad, temor o sólo afanes publicitarios, podrían explicar la antigua costumbre de ocultarse tras un seudónimo, cultivada entre poetas y escritores.
Fernando Pessoa (1888 – 1935) buscó una ruta distinta al crear sus heterónimos, encubriéndose bajo personalidades fingidas y opuestas, devenidas verdaderas mediante creaciones estéticas propias. “Yo, que tantos hombres he sido”, habría podido alegar como Borges, porque más de setenta y siete variantes construyó en su maniático afán de camuflaje.
Los más conocidos: Álvaro de Campos (Poesías), Albert Caeiro (O Guardador de Rebanhos) y el eximio latinista Ricardo Reis (Odas), monárquico auto relegado a Brasil en protesta por la proclamación de la República lusa. José Saramago lo homenajearía en El año de la muerte de Ricardo Reis.
Sin olvidar a Bernardo Soares con el caleidoscópico Libro del desasosiego.
Algunos advierten rasgos de esquizofrenia en el juego de los alter egos. Es probable, si bien hay pocas certezas de su vida pues el amasijo entre los biógrafos es notorio.La mitad es mentira y la otra mitad no existe, se dice de las profusa historias sobre este gourmet del esplín, empecinado en la misteriosa disposición de sus asuntos; hasta volverse o enigma em pessoa. Persona o pessoa era la máscara usada por los actores del remoto teatro griego.
Cuando tenía cinco años, ocurre la temprana muerte de su padre, -“en la flor de mis pecados”- según lamentaba el espectro del rey Hamlet. Al niño, el pronto casamiento de la viuda con el cónsul de Portugal en Sudáfrica, le significaría recibir una pulcra y completa educación británica en Durban.
Ya de regreso en la natal Lisboa, la traducción comercial y el periodismo le brindan el sustento para dedicarse a su genuina vocación: la literatura. Esta dedicación lo llevaría a ser considerado el mayor poeta en su idioma, junto al legendario Luis Vaz de Camoens, también lisboetano. Harold Bloom, en su célebre Canon, va más allá y lo consagra uno de los mejores en todo tiempo y lugar.
Entretanto, Pessoa, exiguo de ingresos e impelido por sus vanidades preferidas: cigarros, café, licores, y la metódica concurrencia a los cafetines Orquídea o A Brasileira, llegaba mal a fin de mes. No obstante lo cual, rechazó un puesto en la Universidad de Coimbra; muchos hubieran asesinado por ese cargo, asevera una estudiosa del bardo.
En cambio, prefirió continuar el cultivo de su leyenda de mandarín costanero y fantasmal. Presuroso y solitario transeúnte –de sombrero, lentes y sobretodo- por las calles de la dilecta y odiada ciudad. Inventándose vanguardias, hurgando en lo esotérico o entregado a ensoñaciones inverosímiles, eludía la gris realidad.“No soy nada/ Nunca seré nada/ Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo”.
Observando la decadencia y el naufragio de las cosas queridas, acotaba taciturno: “Soy un estratega sombrío que, habiendo perdido todas las batallas, traza los pormenores de su retirada final”. Asimismo, de los bodegones del alma extraía misantrópicos caldos: “La soledad me desola; la compañía me oprime”. “Ser poeta no es una ambición mía. / Es mi manera de estar solo.”
Pocos amigos se cosecha con semejantes predicamentos, “solamente conocidos que creen simpatizar conmigo y tal vez sentirían pena si un tren me pasara por encima y el entierro fuera en día de lluvia.” Sin embargo, tendría los suyos. Verbigracia: el lírico Mario de Sá Carneiro quien, víctima de torrenciales agobios, se suicidaría muy joven; o el dramaturgo y pintor José de Almada Negreiros, insoslayable animador en el florecimiento del moderno arte lusitano.
Además estuvo Ofelia Queiroz, compañera de trabajo e idilio intermitente y frustrado.Casto, si bien no carente de oleajes eróticos. Ofelia, se alejará al recibir esta advertencia: “Mi vida gira en torno a mi obra literaria, buena o mala. Tienen que convencerse de que soy así, y exigirme los sentimientos —muy dignos por lo demás— de un hombre común y corriente es exigirme ser rubio y de ojos azules”.
Pensó en el matrimonio e intentó amarla, pero no pudo o no quiso. Y no registra más aventuras sentimentales, de ningún tipo. Acaso únicamente ella sabría la verdad acerca de su insinuada homosexualidad; sugerencia de comentaristas simplones o perezosos, insuficientes para sopesar otros distingos, por ejemplo: mera apatía, neutralidad o indiferencia hacia ese “fuego helado o breve descanso muy cansado” del conocido soneto quevediano.
¿Dónde está Dios, aunque no exista? Inquiría el testarudo pensionista de su propio yo, anclado en Lisboa sin viajar ni siquiera a París. ¿Para qué? Lo he visto todo. ¿Adónde estaría sino en mí mismo?
Con displicencia oblomoviana aconsejaba: no dejes para mañana lo que puedes hacer pasado mañana. La existencia se afea con tantos fines, propósitos e intenciones; siempre se trata de ir de un punto a otro.
¿Dónde reside la belleza artística? En su inutilidad. Y es la manera óptima, aun ilusoria, de liberarnos de la fastidiosa sordidez del ser. Las drogas pueden producir efectos similares pero cada una tiene su revés, acotaba cauteloso.
Difícil y algo absurdo es encasillar el liberalismo conservador y anti-reaccionario de un cristiano descreído de Iglesias, cuyo decálogo pareciera afianzado en esta piedra angular: “mi patria es la lengua portuguesa”.Y ante al reproche de ser autor de derechas, nada solidario, cabría recordar su defensa de masones y rosacruces en el Diario de Lisboa confrontando inquisidoras y furibundas arremetidas del fascista Estado Novo, sin pertenecer a esas hermandades.
En Sostiene Pereira, Antonio Tabucci, con el indeleble doctor Pereira, modeló quizá el personaje de mayor simetría con Pessoa en la espléndida nimiedad y la armazón ética de ambos. Si posible fuera, muy naturales se hilvanarían sus atardecidas charlas –sin prisa entre gente de eternidades- instalados en algún mirador del Tajo o en cualquier local espirituoso frecuentado por el vate y sus heterónimos.
Fernando Pessoa, al final de su originalísima carrera, fue internado en el Hospital San Luis a causa de un cólico hepático, tributo de su fidelidad al aguardiente Águia Real. En el ínterin de su agonía parecía decir, he vivido, soñado y amado, por qué y para qué tanto aspaviento.