La relación de las mujeres con el poder no es algo nuevo, aunque por miles de años hayan estado marginadas de el. Ya en la Roma de los Césares, Livia, cónyuge de Octavio, quien rigió el primer imperio mundial, tuvo tanta o mayor influencia que el emperador en la esfera oficial; como la todopoderosa matriarca tuvo parte en multitud de crímenes, obtuvo del Senado el nombramiento de diosa en vida.
Sus sucesoras Agripina y Mesalina no llegaron tan lejos; sin embargo, el ascendiente que tuvieron sobre Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón fue de tal magnitud que se llegó a pensar que ellas ejercían el mando.
Por dos milenios nadie tuvo el peregrino título de Primera Dama, designación bastante reciente y que es traducción del inglés First Lady, término acuñado en Estados Unidos para referirse a la consorte del Presidente de la República. En general suelen ser adultas insípidas que desempeñan un rol blandengue.
Hay, desde luego, excepciones: Eleanor Roosevelt participó en la formación de las Naciones Unidas; Hillary Clinton ha corrido con colores propios desde niña.
Se trata, invariablemente, de autoridades cuyo origen no reside en el voto ni en
la soberanía popular. En Chile, pese a que la gente se casa cada vez menos, las Primeras Damas parecen un requisito sine qua non para establecer el gobierno de turno.
Sea por el estatus que el matrimonio sigue teniendo entre nosotros, sea porque en estos tiempos caóticos el imaginario común necesita tal clase de figuras, es probable que estas matronas nos proporcionen un cuadro similar a la estabilidad hogareña, bien escasísimo en el presente.
Las esposas de Manuel Montt, Aníbal Pinto o Arturo Alessandri son nombres olvidados.En cambio, todos recordamos a las señoras de Gabriel González Videla, Salvador Allende, los Frei, Ricardo Lagos, es decir, gobernantes de los pasados 60 años.
El caso de Lucía Hiriart es radicalmente distinto y por muchísimas razones, que quedan al descubierto en el magnífico volumen Doña Lucía, de Alejandra Matus.
Indudablemente, a Matus le gusta meterse en las patas de los caballos –lo demostró con El libro negro de la justicia Chilena-; no obstante, aquí llega mucho más lejos en su absorbente y amenísima biografía de quien llegó a ser la mujer más poderosa del país durante la dictadura militar.
La documentación relacionada con los Pinochet es extensísima y cada año se editan textos inéditos; la información es inmensa y las revelaciones surgen con veloz frecuencia.
Matus ha leído todo lo que hay que leer y gracias a sus dotes como periodista y escritora, no se ha quedado tranquila con lo evidente, sino que ha indagado donde jamás antes se había hecho, con resultados sorprendentes: una trama perturbadora, sin maniqueísmo, que explora el territorio más escabroso en la carrera del dictador.
La hermosa joven que en 1943 desposó a un oscuro teniente llamado Augusto Pinochet, con seguridad jamás soñó el sitial que iba a ocupar en la nación ni menos el dominio ilimitado que detentaría.
Ni tampoco habría podido imaginar el papel tan chocante que representó mientras hizo lo que quiso durante el extenso período en que fue Primera Dama. De partida, proviene de un medio progresista: Osvaldo, su padre, masón, librepensador, destacadísimo militante del Partido Radical, fue senador y ministro.
Los Hiriart son de origen franco-vasco y dos tatarabuelos de Lucía desempeñaron importantes funciones en la Revolución Francesa.En otras palabras, las credenciales democráticas del clan son impresionantes y era impensable prever que, dos siglos después, el apellido Hiriart se vería asociado con un temible despotismo.
Con todo, Matus desentierra sucesos todavía más embarazosos: varios parientes de la cabeza femenina de la tribu –tíos, primos, sobrinos- sufrieron persecución mientras su marido gobernó Chile y ese hecho nunca la afectó.
Estas y otras abismales contradicciones han dejado impávida a Lucía. Así, llegó a conducir decenas de organizaciones, con decenas de miles de miembros dotados de recursos ilimitados, de manera que, al final del período castrense, constituían un ejército paralelo e inexpugnable; la Primera Dama controlaba todo a su antojo y cualquiera que se viese privado del favor palaciego era eliminado o sufría un destino peor.
La fuerza del veto de Lucía en este vasto conglomerado social era omnímoda y llegó a abarcar aspectos tan significativos como las carreras de los oficiales, los ascensos, retiros, nombramientos y otro cúmulo de prerrogativas que únicamente pueden entenderse en virtud de una potestad sin cortapisas.
La obra de Matus deja muchas preguntas sin responder, lo que es ineludible si estamos ante hechos tan frescos, muchos de los cuales prosiguen en la semipenumbra. Aún así, hay dos momentos cruciales en la historia del prolongado enlace entre Lucía y Augusto en los que el vínculo se vio seriamente deteriorado.
El primero ocurrió mientras Pinochet se enamoraba de una artista ecuatoriana.Y el segundo, mucho más significativo desde el punto de vista ético, aconteció cuando el futuro Capitán General hizo renunciar a Manuel Contreras, fundador de la DINA.Lucía, furiosa hasta lo indecible, abandonó la casa y solo regresó persuadida por sus hijos y allegados.Contreras fue el favorito entre sus favoritos y esto puede darnos una idea acerca de las inclinaciones que profesó.
En 1984 dijo a la prensa: “Si yo fuera la jefa de este gobierno, sería mucho más dura que mi marido y tendría en estado de sitio a Chile entero”. Es en pasajes de esta índole cuando el lazo que unió a los Pinochet evoca a Macbeth, claro que sin la demoníaca grandeza shakesperiana.
En ciertos tramos de Doña Lucía, Matus cita a fuentes que expresan que quienes la rodeaban y quizá ella misma, abrigaban intenciones de un destino político para la caudilla. En cuanto a lo que la propia Lucía pensara al respecto, es hipotético sacar conclusiones.
También resulta difícil presumir sus reflexiones íntimas a partir de sus discursos, sus entrevistas o tantos ex abruptos que toleraron los cercanos. Y aun cuando Matus sugiera que se veía a sí misma como otra Eva Perón, es improbable que así fuese: Evita fue un personaje tan carismático que, por más que la capacidad de autoengaño del ser humano sea infinita, es en extremo conjetural creer que Lucía concibiera semejante fantasía.
La familia que fundó no fue motivo de felicidad.Los hijos del matrimonio Pinochet Hiriart han dado demasiado que hablar, casi siempre anécdotas negativas o de tipo delictual.
La fortuna de Lucía, a pesar de los procesos judiciales originados en la dudosa forma de adquirirla, continúa siendo enorme y hoy ella goza de múltiples ingresos, algunos legales, sumamente discutibles, y unos cuantos escandalosos, derivados de arriendos de propiedades embargadas por los tribunales.
Pero está muy sola y a los 91 años ninguno de sus anteriores amigos desea la compañía de una protagonista que, hace muy poco, era alguien indispensable para obtener un puesto, un servicio, un cargo en el estado.
¿Quién es, en el fondo, Lucía Hiriart, la Primera Dama Absoluta de Chile? Matus deja el enigma en suspenso, si bien su notable trabajo ilumina los sombríos rincones del gobierno más largo de nuestra historia y de una personalidad esencial para entenderlo.