En aquel viejo hospital San José, ubicado en el costado del Cementerio General, hoy al servicio de iniciativas culturales, se presentó, hace unos años atrás, una de las últimas obras de Jorge Díaz, uno de los dramaturgos más señeros del teatro nacional.
Era un equipo de actores jóvenes que daban cuenta de la desesperada búsqueda de un pobre sobre quien pendía el destino de la caridad. Lisa y llanamente se había acabado la pobreza y todas aquellas instituciones que tenían su razón de existir en la existencia de estos ya no tenían destino.
La desesperada búsqueda del último pobre ocupaba gran parte del drama. En la ficción escénica evidentemente no lo había, pero los que estábamos de espectadores bien podríamos sentirnos ese sujeto buscado; pero la obra “nada le debía a la realidad” y por tanto, su búsqueda era cada vez más desesperada.
Al inicio de la función nos contaron que la sala en que nos encontrábamos era el lugar en que los tifosos agonizaban en el siglo XIX para luego del desenlace, por una pequeña puerta lateral, ser llevados para su “descanso eterno”.
Los niveles de agresión de los actores que representaban a los miembros de las organizaciones de caridad iba en aumento, el sin sentido y la violencia era tal que parecían fieras hambreadas que, a la mínima provocación, volvían a agredirse sin tregua.
Aquella atmósfera densa y sin salida creada por la ficción teatral me lleva pensar en aquellas prácticas y discursos tan en boga en las últimas décadas en que las personas con bajos recursos y, a veces, en la total bancarrota, no pueden sino esperar de la caridad un alivio a sus males.
Otros, que hacen ostentación de lo que han sido capaces de hacer por esos menesterosos, ofreciéndoles educación u escolaridad, por la “profunda caridad que los mueve”. Hay algo que no parece sano ni moralmente razonable.
Tienen razón los estudiantes cuando reclaman que la educación es un derecho y no un bien de consumo o cuando los enfermos salen a las calles a protestar exigiendo los medicamentos que les permitan atenuar su dolor o hacer menos dramática sus dolencias.Así también con el acceso a la vivienda. Todos estos derechos hoy parecen abandonados a la caridad y, por tanto, a las pías acciones de los héroes de la misma.
Muchas veces estos mismos que predican la caridad y vociferan respecto a lo que han hecho por otros, son los mismos que, desde sus lugares de poder, generan las condiciones para que nuestros compatriotas, familias chilenas humildes, no puedan ganar con dignidad su propio sustento sin tener que estar humillados por “la caridad”.
Generar una sana cultura del amor propio, surgida en la confianza de las propias capacidades y del esfuerzo bien retribuido hará de Chile un país con alta autoestima, autónomo y orgulloso del que es capaz de alcanzar resultados de sus propias fuerzas.
Hoy, en el contexto de las elecciones presidenciales, es momento de definir el tipo de sociedad en la que queremos vivir.
Yo, al menos, no quiero un Chile conformado por un océano de mendigos esperando ante la ley las migajas de la caridad.