Los espantosos sucesos de Colliguay se extinguen de la frágil memoria a corto plazo de los medios, absortos en los entretelones telenovelescos de candidatos y precandidatos de uno y otro bando, desangrados en pugnas intestinas que, honestamente, poco y nada interesan al elector de a pie.
La sórdida historia de cómo un puñado de profesionales sucumbe a la retórica apocalíptica de su líder adicto sorprende, sin embargo, no tanto por su macabro desenlace como su implicancia quizás no prevista, para lo que entendemos como nuestra historia reciente.
Es fácil vegetar, dejar que otros hablen y decir “ellos saben más que yo”, cantaban Los Prisioneros en los grises ochenta, la que creímos una valiente canción más contra el Régimen Militar me parece que adquiere sentido, realmente, muchos años después.
El perfil de quien integra una secta es precisamente este tipo de ente pasivo, tan bien descrito por los sanmiguelinos. Incapaz de pensar por sí mismo, carente de afecto o autoestima, es presa fácil de cualquier astuto controlador, como el proverbial roedor rendido a los hipnóticos ojos de la serpiente.
De esta manera, siguiendo la lógica propia de las sectas, una mezcla entre sadomasoquismo, sugestión y el Síndrome de Estocolmo, el grupúsculo autodenominado “Familia cósmica”, aglutinaba a profesionales de todas las áreas, calificados dentro de nuestra (como se dice ahora), segmentada mirada, como “gente bien” y, pese a todo su capital cultural y, por qué no decirlo social, se plegaron de modo absolutamente entregado a los delirios mesiánicos de su líder.
La creencia masiva de que sólo los brutos y los ignorantes corren al amparo de estas organizaciones queda absolutamente refutada. Premunido de argumentos exegéticos traídos de los pelos y de generosas dosis de ayahuasca, persuadió a un grupo de gente-de-buena-familia de la inminencia de una catástrofe cósmica que sólo él podía evitar, previa sumisión absoluta de parte de sus fieles súbditos, especialmente la entrega sexual de las mujeres, era que no.
Desde las extravagantes sectas medievales a los Shakers y los Ranters anglosajones del siglo XIX, de Jim Jones y Charles Manson, a David Koresh o los terribles “Niños de Dios”, la historia registra una y otra vez, aquí y allá, la aparición epidémica de todo tipo de grupos que prodigan curiosos sincretismos que van del pentecostalismo borderline, a la umbanda de la new age, a un revisionismo gnóstico mal entendido, de las canciones de Thrash Metal a los dibujos animados.
No hago una apología de instituciones religiosas tradicionales de ningún tipo, es más, la esclerosis de estas últimas suele ser la causa de la proliferación de estos grupos. Más aún, algunos, como ha ocurrido, si prosperan y crecen acaban por convertirse en culto estatal.
Llama la atención que, pese al fraude en el que suelen acabar (el pequeño pontífice escapando con la caja de la secta), las gentes sucumben una y otra vez a la martingala mística, como el distraído peatón estafado por el “Pepito paga doble”.
Un país también puede ser capturado por una secta, voluntaria o involuntariamente. Llámese religión o partido político la majamama de ideas con que sus dirigentes revisten sus órdenes delirantes. Examine el lector cualquier historia del mundo.Ejemplos sobran en nuestra propia época contemporánea, del nazismo a los talibanes, de Amín Dada a George W. Bush. Dictaduras y estados dirigidos por códigos religiosos brindarán sus generosos detalles de crimen, perversión y dolor.
Es que la política de control de la secta se extrapola de mano de turbios dirigentes -de todos los colores- a una escala macro. Prueba de ello es el más reciente intento de sumisión de los ciudadanos: nuestras propias elecciones.
Nuevamente se oyen retóricas desaforadas, prorrumpidas por líderes vitriólicos y salivosos, aterrados por infiernos artificiales que sólo existen en sus clínicos imaginarios, buscando impedir que los ciudadanos resuelvan por sí mismos, ejerciendo una sordera compacta a cualquier demanda.
Hoy, como no se veía en años, porque muchos nos hemos cansado y verdaderamente decimos “¡basta!” hay varios candidatos o casi candidatos que se ven envueltos de esta aura tipo Moisés y ya prefiguran en sus discursos la cercanía de la tormenta, el temor de perder sus falsas ganancias pequeño burguesas y que sólo ellos, con quizás que extraño conjuro dirigido a Dios o alguno de sus fundadores, lograrán aplacarla, previa sujeción absoluta a su manía de control total.
Tranquilo, ruéguele a la nueva reencarnación venida de los cielos que derrote a las bárbaras hordas de la calle, (como le dicen a su hijo que lucha por su dignidad como estudiante) que impida la llegada de tropas cubanas y chavistas, o la mugrosa asamblea constituyente y no tolere ninguna AFP estatal. Esa carismática figura que todo lo sabe, tan atractivo, tan bien que habla… Sólo relájese, confórmese, ahora goza usted de un sueño muy profundo, vote en noviembre por…
El episodio de la secta de Colliguay me parece una metáfora pre figuradora, un epígrafe a la que puede convertirse en una burda comedia de equivocaciones o a una tragedia de la que recién nos estamos percatando.
Por primera vez en décadas, los chilenos nos movilizamos por un cambio y no necesitamos banderas, pero aquellos que permanecen en sus casas, inmóviles y fijos ante las pantallas de los líderes, ¿harán caso a la voz de estos Antares de la luz?
¿O abandonarán, de una vez por todas, la secta de los conformes?